Parece que por fin el partido que sostiene al Gobierno es consciente del precio que  ha pagado por la corrupción en las últimas elecciones. Así lo ha afirmado el presidente del partido ante los órganos directivos de la formación aunque está por ver si realmente la ejemplaridad y una nueva forma de estar y hacer política es posible en un partido que en buena medida está contaminado por una forma unilateral de entender y ejercer el poder. Estos días algunos de los dirigentes del PP han reconocido en público que los resultados de las elecciones del 24-M tienen mucho que ver con la corrupción y que la recuperación económica no produce los deseados réditos electorales porque todavía la marca PP sigue asociada a prácticas denostadas por la población.
Pues bien, recientemente  se ha publicado un interesante informe del Instituto de Economía de la Universidad  de Barcelona titulado “Corrupción: magnitud, causas y consecuencias” que refleja que la percepción de la corrupción subió nada menos que 10 puntos durante la crisis, período en el que los políticos afectados perdieron de media entre un 4% y un 6% de sus votos, y hasta el 14.5% del apoyo electoral cuándo los escándalos han sido muy mediáticos.
Algunos de los factores que justifican el crecimiento de la percepción ciudadana  acerca de la corrupción serían la lentitud de la justicia, la baja intensidad de las sanciones penales en casos de corrupción relevantes, la sensación de impunidad de las élites y el afloramiento de escándalos en instituciones clave del Estado.
Este informe subraya que la crisis económica, es lógico, ha incrementado el nivel de exigencia ciudadana y que se han adoptado algunas medidas. Probablemente muchas medidas pero sin entrar en el fondo de la cuestión, que se encuentra, como bien sabemos, en la independencia de la función de control, en la transparencia en la contratación pública y en el urbanismo y, sobre todo, en la democratización de las formaciones partidarias y  en una mejor regulación de la financiación de los partidos políticos.
Entre 2004 y 2014, según datos de Transparencia Internacional, España ha pasado de ser el país número 22 menos corrupto de una lista de 175 examinada por esta ONG internacional al 38. Aunque parezca mentira países como Botswana o Bután, que ocupan los puestos 31 y 30 respectivamente, presentan registros mejores  en esta materia que  el Reino de España.  Países como Chile o Uruguay también obtienen mejor calificación que nosotros. No digamos Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia que año a año, por algo será, se encuentran a la cabeza de los países más transparentes.
La corrupción en España es una de las principales causas del desapego y desafección de la ciudadanía en relación con la política y con los políticos, con los negociantes y con el mundo de los negocios. No hay que ser muy inteligente para caer en la cuenta de que esta terrible lacra social está minando los fundamentos del sistema político mientras unos y otros, políticos y financieros en general, no se atreven a proponer y adoptar las medidas que la situación reclama y que la población exige enérgica y unánimemente.
El informe de la Universidad de Barcelona resalta con toda razón que la principal arma en la lucha contra esta terrible lacra social es la transparencia. Una propiedad y característica que todavía entre nosotros brilla por su ausencia. Ni hay registros de lobbies, ni las agendas de los políticos están, en términos generales, a disposición de los ciudadanos. Todo lo más se hacen retoques en las webs, en la información oficiosa, que cuando pasa el huracán mediático pasan a mejor vida. Hasta la presidenta de la oficina de transparencia y acceso a la información ha tenido que reconocer que la trasparencia en general brilla por su ausencia en nuestro país.
También se recuerda en el informe del Instituto de Economía de la Universidad de  Barcelona que es muy importante una prensa libre y activa así como un poder judicial independiente. Por supuesto. Pero lo más importante es que los hábitos y las cualidades democráticas sean firmes y auténticos. De nada sirven las normas y los procedimientos si todavía habita en la mente de no pocos dirigentes una perspectiva controladora de la sociedad, una mentalidad de propietarios y soberanos de los asuntos públicos. Las cosas, afortunadamente, han cambiado, y mucho. Es más, la población, afortunadamente, ya no tolera la opacidad, la prepotencia y la altanería política y cuándo tiene ocasión lo expresa como puede.
En fin, la corrupción no solo campa a sus anchas en los países en desarrollo. En España, por ejemplo, la ciudadanía, con razón, está que trina y dispuesta a enseñar la puerta de salida a tantos y tantos políticos como en estos años se han caracterizado por generar espacios de impunidad y por mirar para otro lado mientras se perpetraba una de las más grandes estafas que imaginar se pueda y cuya factura  se pretendió cargar a las espaldas de quienes nada tienen que ver con ella. Por eso, el varapalo de las europeas, el castigo de las locales y autonómicas y lo que viene, si no se  cambia radicalmente, en las generales.
En fin, la lucha contra la corrupción no es solo cuestión de leyes y normas, ni tampoco es cuestión únicamente de palabras y gestos. Supone, y no es fácil conseguirlo en poco tiempo, borrar ese magma viscoso y putrefacto que desprenden estas prácticas con conductas y comportamientos que manifiesten servicio y respeto a los ciudadanos. Necesitamos otras formas de hacer y de estar en política.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
@jrodriguezarana