Estos días hemos conocido que el gobierno va a poner en marcha un programa de comercialización de los edificios públicos en Madrid. En estos momentos, la Administración del Estado paga nada menos que 100 millones de euros al año en concepto de alquileres cuándo dispone de un parque inmobiliario que ronda los 500 millones de euros. Parque inmobiliario que tiene un valor de 2.800 millones de euros. Por eso con buen criterio las autoridades competentes están analizando la realización de esta opción con la sana intención de hacer caja a base de privatizar buena parte del patrimonio inmobiliario del que dispone la Administración del Estado en la Comunidad de Madrid.
Se trata de una buena noticia que debiera ir acompañada de prácticas análogas o semejantes en el ámbito de las Comunidades Autónomas y los Entes locales. Los ahorros que se pueden alcanzar son relevantes. En el mismo sentido, se podrían racionalizar los gastos de servicios telefónicos, del agua, de la luz, de seguridad, entre otros. No es lógico, no sólo en tiempos de penuria sino en todo momento, que los contratos de tantos servicios que se prestan en los edificios públicos estén divididos en lugar de trabajar con esquemas de simplificación. A veces, incluso dependencias separadas por escasos metros encargan la prestación de terminados servicios a compañías distintas sin caer en la cuenta de que se pueden hacer más economías si se trabaja desde esquemas de integración y sincronización.
A pesar de que los datos de déficit son malos, muy malos como todo el mundo sabe, es posible todavía ahorrar mucho en todos los niveles de la Administración. Para ello hay que revisar la estructura y la planta de las Comunidades Autónomas. Para ello hay de suprimir muchas empresas, fundaciones y sociedades públicas que no hacen más que dar pérdidas. Para ello hay que eliminar tantas y tantas subvenciones como existen en la actualidad.
En efecto, la estructura y la planta de las Comunidades Autónomas debe adecuarse a la mejor forma de autogobierno y autoadministración de los intereses públicos propios en un contexto de eficiencia y equidad del gasto. En este sentido debieran eliminarse toda una serie de órganos e instituciones de naturaleza federal que nada pintan en un Estado unitario de naturaleza compuesta como el nuestro. Además, el sector público empresarial autonómico requiere un profundo análisis para acometer una necesaria reducción. Y, sobre todo, es menester hacer un listado de todas las duplicidades y superposiciones competenciales existentes para evitar, además de gastos innecesarios, una confusión que tanto distancia a los ciudadanos de estos Entes territoriales.
En resumen, se puede, y se debe, seguir ajustando el gasto público a base de convertir al Estado y al resto de los Entes públicos en instituciones mejor preparadas, más agiles y más eficaces. Sobran muchos organismos, muchas empresas públicas, muchas instituciones, muchísimas subvenciones y mucho parque inmobiliario en manos públicas.  Primero hay que actuar sobre las estructuras y, después, si fuera necesario, que no lo creo, sobre las personas, sobre la capacidad impositiva de los ciudadanos.
No hay mal que por bien no venga. Si la crisis sirve para que el Estado en sentido amplio pueda cumplir mejor su tarea de atender los intereses generales para facilitar el ejercicio de la libertad solidaria de los ciudadanos, bienvenida sea. Si, en cambio, como a veces acontece, es aprovechada por los de siempre para lo de siempre, mal asunto, muy mal asunto.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es