La reforma del sector público español es una reforma pendiente desde hace bastante tiempo. No sólo porque ahora es imprescindible hacer economías para cuadrar las cuentas sino porque realmente disponemos de un sector público empresarial de dimensiones colosales que un gobierno razonable en modo alguno puede mantener. En estos años se han disparado el número de empresas, sociedades, fundaciones y toda suerte de personificaciones jurídicas diseñadas, en muchos casos, para agradecer servicios prestados con el fin de colocar a los amigos y afines. No sólo en el Estado, en las Comunidades Autónomas y en los Entes locales, estos organismos han proliferado de tal manera que a día de hoy la situación del entramado de nuestro sector público causa escándalo en no pocas partes del mundo.
Para reducir el déficit público se pueden aumentar los ingresos fiscales o se puede practicar una política de reducción del gasto público. También es posible una de cal y otra de arena, que probablemente sea lo más sensato pues la virtud está en el siempre difícil justo medio. En España, por razones no suficientemente explicadas, se optó, con la llegada del nuevo gobierno, por subir generalizadamente a todos los ciudadanos el impuesto de la renta, algo que obviamente tendrá un coste no difícil de adivinar. Ahora, según parece, se anuncia, ya era hora, una radical transformación del sector público con el objetivo de recortarlo drásticamente. Una medida necesaria si tenemos en cuenta que el sector público empresarial cuenta ya con más de cuatro mil unidades, con una plantilla de más 150.000 trabajadores. Además, por si fuera poco, todo este entramado organizativo público ha multiplicado su deuda por tres desde 2004.
En este marco, la racionalización del sector público español ya no admite más demoras al igual que una necesaria clarificación del mapa competencial de los distintos Entes públicos que ejercen competencias públicas en el territorio. Ahora, por lo que se ve, la tercera reforma que se pretende implementar, tras la financiera y la laboral, es la del sector público. Según fuentes cercanas al gobierno se eliminará el 25 % de las empresas que conforman el sector público. Además, se trata también de eliminar fundaciones públicas diseñadas para esconder deuda comercial, de racionalizar el sistema de los reguladores y demás órganos consultivos innecesarios, reduciendo a su mínima expresión las filiales de las empresas públicas del Estado.
Una operación de esta naturaleza requiere un análisis sobre la situación real de cada compañía pública con la finalidad de que el proceso de racionalización se haga de la mejor manera posible. Para ello, s a mi juicio se debe tender a la mayor libertad económica posible en un marco de mínima intervención pública. De lo contrario, si seguimos acumulando empresas públicas, o manteniendo las ya existentes, seguirá creciendo el gasto público con la paradoja de que serían los impuestos de los contribuyentes quienes sufragarán este colosal despropósito. Por eso, la voluntad del gobierno de eliminar empresas públicas en sectores del agua, del regadío o de gestión del patrimonio no ofrece especiales problemas. Sin embargo, se debe ir más allá para privatizar todas aquellas compañías públicas que serían mejor dirigidas por el sector privado en aplicación de una cada vez más actual principio de subsidiariedad.
La reestructuración del sector público tendrá importantes proyecciones en el presupuesto del Estado. Reducirá seriamente las transferencias corrientes del capítulo cuarto, así como las transferencias de capital del capítulo séptimo sin olvidar un recorte importante de los gastos de personal pues en el mundo del sector público, junto a personal estable que puede regresar a los ministerios, hay mucho eventual de naturaleza política.
En fin, ojala que el gobierno acierte en esta decisiva materia de manera que muy pronto se abran las puertas de la reforma del Estado autonómico con el fin de hacerlo más eficaz, más eficiente, más preparado para una mejor administración y gestión de los intereses públicos propios y, sobre todo, para que pueda contribuir sensiblemente a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Para eso se diseñó y a día de hoy es obvio que no ha cumplido la finalidad encomendada.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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