La crisis económica, trasunto de una más honda crisis, refleja, tanto en el mundo público y privado, que las instituciones, organizaciones y corporaciones, mudaron el sentido y finalidad propios para atender otras necesidades. Los partidos, sindicatos y los entes públicos, por ejemplo, en lugar de atender a sus destinatarios naturales, acabaron por convertirse en organizaciones al servicio de las diferentes tecnoestructuras. En lugar de estar al servicio de militantes, ciudadanos o trabajadores, se transformaron en organismos al servicio de los dirigentes. Por eso, el grado de confianza de la ciudadanía en estas estructuras es la que es: bajísima.
En plena crisis, 2014, se publicó un informe de la Asociación General de Consumidores en la que se ponía de manifiesto que algunos trabajadores de banca reconocieron que se engañó a los clientes para vender más productos. Es decir, en lugar de atender a las necesidades de los usuarios de los servicios financieros, se atendió, y de qué manera, a los intereses de las propias instituciones.
En este sentido, desde la transparencia con que deben operar estas entidades, debe recordarse que estas instituciones financieras deben facilitar a todos los clientes explicaciones adecuadas y suficientes para comprender los términos esenciales de todos y cada uno de los servicios financieros. Para ello es menester que los propios trabajadores de este sector estén debidamente formados y actualizados para suministrar esta información a los clientes y, además, que los usuarios sean más conscientes de su posición jurídica y demanden la información precisa en cada operación financiera en la que participen.
El informe también reflejó algo que fue una constante en la vida de las instituciones en estos años de la crisis. Que las organizaciones se concentraron en sí mismas, atendiendo sobremanera los intereses burocráticos, sobre todo las retribuciones y bonus de sus dirigentes, incluso durante períodos de vacas flacas. En este sentido, el informe aludido señaló que las entidades bancarias se convirtieron en empresas ocupadas de vender el mayor número posible de productos a los clientes, en lugar de ser organizaciones que presten servicios y cubran determinadas necesidades de los usuarios.
Es decir, la confianza y fidelidad de antaño, sobre las que se ha basado esta actividad, mudó en muchos casos por la obtención del mayor beneficio en el más breve plazo de tiempo posible. Si para eso había engañar, se engañaba. Si había que estafar, se estafaba. Todo, por supuesto, en el proceloso mundo de un lenguaje deliberadamente inteligible puesto al servicio de la causa. Menos mal que finalmente aparecieron jueces con un sentido de la justicia y de la equidad pusieron coto a muchos desmanes. ¿Hoy hemos superado esta situación?
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es