Es probable que uno de los tópicos que más congresos, seminarios, reuniones, jornadas, libros, intervenciones o conferencias provoca en este tiempo sea la transparencia. Transparencia en los gobiernos, transparencia en las empresas, en las ONG, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en los sindicatos en los bancos, etc, etc, etc. Hoy nadie, me parece, se escapa a la exigencia de la transparencia. Sin embargo, sorprende la facilidad con la que se manipula, se miente, se maquilla, se engaña, se simula o se edulcora la realidad al servicio del poder, del dinero o de la notoriedad.
Esta amarga realidad forma parte de la gran contradicción en que está instalada desde hace tiempo la vieja Europa. Mucha retórica democrática, continuas apelaciones a la dignidad del ser humano y, por otro lado, una sistemática agresión a todo lo que no sea susceptible de valoración económica o política que, a la postre, sólo busca, como objetivo único, el mantenimiento y la conservación de la posición de mando al precio que sea.
En este ambiente paradójico, empresas y gobiernos, compañías y administraciones públicas, buscan mejorar sus páginas webs, su información, de manera que reflejen la realidad de la forma más fidedigna posible. Pero no se trata, a mi juicio, de publicitar los mínimos de información que exigen las normas jurídicas, se trata de mostrar datos e indicadores que reflejen la buena o mala administración. Un desafío y una tare necesaria para elevar la calidad de nuestra democracia.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.