Ha sido frecuente, por mucho que sorprenda, que bajo la consabida formulación del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, se haya introducido en la mente de no pocos dirigentes públicos la idea de que el poder es de la propiedad de quien manda. Ha sido, y es, y siempre será, una tentación bien sutil que termina por propiciar esa peligrosa separación entre los gobernantes y el pueblo que Minc calificó certeramente como una de las lacras de nuestro tiempo. Además, este divorcio, es bien sabido, lleva a la desconfianza de la ciudadanía frente a las instituciones, por lo que es cada vez más urgente recordar y realizar en la realidad dos afirmaciones fundamentales del pensamiento democrático.
Primera. El Poder público es de la ciudadanía. La ciudadnía debe exigir más en todo lo que supone ejercicio de políticas públicas. La ciudadanía debe -debemos- tomar conciencia de su papel central en el sistema y debe -debemos-, además de reclamar y exigir una mayor eficacia en la prestación de los servicios públicos, asumir su -nuestra- función en el conjunto del entramado social y auto-organizarse de verdad, con libertad, con autenticidad, para la defensa de sus intereses colectivos. Es muy importante que todos colaboremos por apuntalar esta auto-conciencia porque los tiempos que vienen nos deben encontrar bien organizados y preparados para evitar los autoritarismos y totalitarismos que esconden estos nuevos salvadores de la patria y mesias que pululan en tantas latitudes.
Y, segunda, y derivada de la primera. Los gobernantes, bien lo sabemos, pero que pronto se olvidan, no son más, ni menos, que gestores de intereses ajenos que deben rendir cuentas periódicamente de su administraciónal pueblo soberano. Pero no de cualquier manera. De forma veraz, concreta y puntual. Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana