La libertad es una conquista personal en la que, precisamente por ello, no podemos ser sustituidos por nadie. Ni por los poderes públicos, ni, por supuesto, por ninguna estructura o persona jurídica por importante que sea. La conquista de la libertad es una tarea personal que requiere esfuerzo, que requiere temple, que requiere compromiso. Por mucho que los políticos y los gobiernos pretendan convencer al pueblo de que todos los bienes de este mundo se pueden conseguir al módico precio del voto, la realidad, que es bien testaruda, demuestra que cuándo el pueblo todo lo fía a los políticos y al sistema político renunciando a los más elementales reductos de su libertad,  el autoritarismo y el paternalismo aparecen para sojuzgar y controlar la vida y la hacienda de los ciudadanos como toda acontece en no pocas latitudes, e unas más groseramente, en otro con más sutileza.
 
En este ambiente, el poder anuncia toda clase de bondades y parabienes. Bondades y parabienes para los que la persona no debe hacer nada, todo lo más, confiar ciega y mecánicamente en los gobernantes de turno, que serán, dicen,  quienes se encargarán de orientar y satisfacer las legítimas aspiraciones de la ciudadanía. En realidad, con esta forma de proceder se termina  por secuestrar la voluntad del pueblo con toda clase de promesas que normalmente no se materializan, pero que permiten a la minoría privilegiada  asumir mayores cotas de mando y control social.
 
Durante cierto tiempo, con gobiernos de uno y otro signo, en muchos países del mundo,  el miedo a la verdad y el  temor a la libertad  han sido características constantes de la acción de gobierno. Con más o menos aparato, con más o menos solemnidad, se ha intentado, por todos los medios al alcance, utilizar al pueblo, para los objetivos, a veces inconfesables, de la tecnoestructura. En lugar de escuchar al pueblo, en lugar de animar a que la ciudadanía tome mayor conciencia de su papel en el sistema democrático, en lugar de propagar a los cuatro vientos que los ciudadanos han dejado de ser sujetos inermes para ser los protagonistas de la política, con no poca frecuencia se canaliza la buena fe del pueblo hacia los caminos de la manipulación y de la propaganda oficial,  hacia ese mensaje que tanto réditos políticos produce, sobre todo en los pueblos más dominados: no os preocupéis de nada, confiad en nosotros, que sabemos lo correcto y, lo que más os conviene en cada caso. Vaya si lo saben: controlar, controlar y nada más que controlar, más abiertamente, más sigilosamente.
 
 
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.