En nuestro tiempo, nadie duda ya que el desinterés frente a la política sea una característica bien definida de nuestra sociedad. Los tiempos cambian, se dice, y hoy nos encontramos con otras situaciones, otras convicciones, en definitiva, otros parámetros. Sin embargo, sabemos que en la Antigüedad la dedicación a la política, a la dirección de las cosas públicas, era considerada como una de las tareas más nobles a las que podía entregarse el ser humano. Es más, la política, con mayúsculas, ocupaba un lugar muy destacado entre el conjunto de todas las artes y se consideraba la más alta creación del espíritu humano.
 
¿Qué ha ocurrido para que hoy haya cambiado tanto la percepción que la generalidad de los ciudadanos tienen -o tenemos- de los políticos y de la política? La causa no es difícil de adivinar puesto que hoy en día la esencia supra-individual de comunidad de la organización política se ha diluido a favor del interés particular. Por eso, la actuación de los poderes públicos se explica en función de limitaciones que se producen en la vida de los ciudadanos. Así se explica, quizás, que en nuestro tiempo los mejores talentos prefieran triunfae en la actividad privada. ¿Por qué?. Porque va perdiendo la idea del servicio público y, en su defecto, ha surgido, con no poca fuerza, una nueva y peligrosa dimensión de aprovechamiento personal, de interés particular, que también se ha instalado en la función pública en sentido amplio. Además, también conviene señalar algunos elementos que han influido también en esa falta de interés frente a la política, como son, la partitocracia dominante y la creencia, cada vez más extendida, de que los poderes públicos son incapaces de encauzar los problemas sociales del mundo actual.
 
 
 
Hoy, nos guste o no, el desprestigio del oficio político es evidente. Sobre todo por el bajo nivel moral imperante tanto en la vida económica, pública o social. Quizás se ha ido perdiendo la referencia ética en el ejercicio de la política y, al final, resulta que el príncipe  Lampedusa o Maquiavelo son los modelos a imitar por los políticos. Así, ya Tocqueville en 1835, en una carta dirigida a Stuart Mill, se quejaba de la cultura del poder y de la mediocridad de sus líderes: «lo que más me sorprende en los asuntos del mundo no es el papel de los grandes hombres, sino la enorme influencia que ejercen los  personajes más pequeños y ordinarios». D´Alembert calificó la política como «el arte de engañar a los hombres». Ortega y Gasset decía que «la política es una actividad instrumental limitada, que no es capaz de organizar la amistad entre los hombres, ni la lealtad humana, ni el amor». Duras palabras,  ciertamente, como duras son las palabras con las que Weber distinguía entre el auténtico líder, el hombre que ofrece a su pueblo un camino, y el político profesional, que dice al pueblo lo que este quiere oír. El primero vive para la política, el segundo vive de la política. Hoy, lo vemos a diario, demasiado.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana