La corrupción pública es, sencillamente, la desnaturalización del poder público. Utilizar el poder público para otros fines distintos del propio. Para ganar dinero, para dominar a las personas, para excluir…para el interés particular o personal
Toda conducta corrupta es una conducta ilegal porque contraviene el derecho a contar con una Administración que sirva con objetividad los intereses generales, el derecho a disponer de una buena Administración.. Por ello, la desviación de intereses debe ir acompañada de sanciones normativas desde una perspectiva de interpretación finalista del Ordenamiento ya que las normas son reglas de convivencia que se justifican porque pretenden alcanzar un fin. Es más, si bien la conducta pública ha de mantener la legalidad como término de referencia obligado, tal referencia debe entenderse en el sentido más avanzado del término, como juridicidad, es decir, entendiendo la legalidad como un sistema racional en el que los elementos se relacionan por identidad de fines, en este caso de intereses generales. Por tanto, la corrupción, en cualquiera de sus formas, además de constituir un claro atentado a los más elementales principios de la Ética pública, puede ser merecedora de la sanción normativa en cuanto que lesión del interés general.
La corrupción atenta contra los valores éticos del servicio público en cuanto que implica la utilización de potestades públicas para el exclusivo provecho personal del que ejerce el poder. Supone la desnaturalización de la función constitucional de la Administración pública que consiste en servir con objetividad los intereses generales en el marco del bien común. Por eso, el Derecho es el instrumento adecuado para sancionar este tipo de conductas amén de que la conculcación de los más elementales valores éticos también suponga una pena quizás más dura socialmente.
La corrupción, no lo olvidemos pues ejemplos hay en algunos países, crece, crece y llega, si no se la detiene a tiempo, a ser una practica «normal». Por eso, la sensibilidad hacia lo público exige, además de una formación adecuada, el ejercicio, por parte de los funcionarios y gestores públicos, de las virtudes morales que configuran el nervio del servicio público.
Hace ya algunos años, el entonces presidente checoslovaco Vaclav Havel, con motivo de la entrega del Premio Sonning, pronunció un discurso sobre las exigencias morales de las tareas públicas del que no me resisto a transcribir dos párrafos con los que termino este artículo.
“Todos los que afirman que la política es un asunto sucio mienten. La política es sencillamente un trabajo que requiere personas especialmente puras, porque resulta muy fácil caer en la trampa. Una mente poco perspicaz ni siquiera se dará cuenta. Por lo tanto, tienen que ser personas especialmente vigilantes las que se dediquen a la política, personas sensibles al doble sentido de la autoconfirmación existencial que de ella se desprende.
Ignoro totalmente si pertenezco al grupo de personas vigilantes. Sólo sé que debería pertenecer, ya que acepté mi cargo».
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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