Las nuevas políticas, las políticas que aspiran a la mejora real de las condiciones de vida de las personas, suelen tener muy presente sus aspiraciones, el sentir social real de la generalidad. Sin embargo, el encuentro de la actuación política y las necesidades sociales no debe ser nunca el resultado de la pura adaptabilidad camaleónica a las demandas populares. Es más, conducir las actuaciones políticas por las meras aspiraciones sociales de los diversos sectores sociales supone incurrir en un tipo de pragmatismo y de tecnocracia que lleva a sustituir a los gestores políticos por prospectores sociales.
En un mundo en el que las encuestas ocupan tantas veces el lugar de la política, es conveniente subrayar que la prospección social es un medio notable para conocer la realidad. Pero ni es el único, ni el más importante. Cuándo los candidatos se seleccionan a partir de sondeos, cuándo determinadas políticas se deciden en función de encuestas, cuándo se olvidan los principios y se renuncia a la dignidad del ser humano por seguir a los nuevos oráculos, entonces algo grave pasa. El discurso político no puede ser secuestrado por los fanáticos de la prospección social. Las políticas concretas han de estar presididas por la mejora real de las condiciones de vida del pueblo, por la persecución del bienestar general e integral de las personas que forman la sociedad.
La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un proyecto político, su traducción en un programa de gobierno da sustancia política a las actuaciones concretas, actuaciones que adquieren sentido en el conjunto del programa y con el impulso del proyecto. Qué pena produce encontrarse con esos políticos que actúan al margen de los principios, que prefieren ser veletas que el viento de cada momento mueve a su antojo. Piensan que cambiando continuamente sus referencias en función del sol que más calienta tendrán mejores resultados cuándo lo que suele ocurrir en las sociedades maduras es que la gente termina por aislarlos y dejarlos de lado.
Las nuevas políticas se hacen, por tanto, a favor de las mejoras reales de condiciones de vida del pueblo, a favor de la libertad de las personas, de su autonomía, dando cancha a quien está dispuesto al ejercicio de la libertad solidaria y, por supuesto, incitando y propiciando su realización a quienes tienen mayores dificultades para hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento compatible y dinámico capta de manera complementaria, no como realidades contrapuestas. Cuándo, por ejemplo, el poder público dificulta la libre iniciativa de las personas o de las instituciones sociales, o la somete al carril único de la dominación oficial, entonces se están socavando gravemente los pilares del pensamiento abierto y plural propio de las democracias.
Las nuevas políticas, entre las que se encuentra por supuesto el espacio de centro, no se hacen pensando sólo en una determinada mayoría social, en un segmento social que garantice las mayorías necesarias para la política democrática. Las nuevas políticas se dirigen al conjunto de la sociedad y cuándo de verdad están centradas son capaces de concitar la mayoría social, aquella mayoría natural de individuos que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores preferentes.
En seminarios de ideas políticas, cuándo trato de explicar estas cuestiones, con frecuencia alguno de los asistentes me dice que es imposible, que es metafísicamente imposible gobernar para todos. Normalmente quien así se expresa suele ser alguna persona constituida en autoridad pública o con experiencia de gobierno en el pasado. Al escuchar este comentario no puedo evitar preguntar: muy bien, ¿pero has intentado alguna vez pensar en el conjunto, ponerte en las condiciones y en la piel de los ciudadanos?. Normalmente, las contestaciones a la pregunta lo dicen todo. Existe, debido a la ceguera ideológica que atenaza a muchos gobernantes, el prejuicio de que es imposible abrirse a la sociedad en su conjunto cuándo se gobierna. Para unos, porque sólo aspiran a mantenerse en el poder como sea, y para a otros porque no comprenden que un programa de gobierno, por el hecho de salir ganador en unos comicios, adquiere de repente una nueva dimensión cómo programa para la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Cómo se hace esto en la práctica no es sencillo. Lo que sí puedo decir es que los políticos que procuran atender a la gente, al pueblo, a los de un lado y a los del otro intentando que sus decisiones políticas estén presididas por la promoción de los derechos fundamentales de la persona, suelen comprender el sentido primigenio de gobernar en democracia: poner a la persona en el centro del orden político, social y económico.
El 25 M, con las limitaciones propias de una elección europea, de una elección en la que muchos ciudadanos piensan que no se juegan mucho, ha empezado a demostrar que las cosas ya no pueden seguir como hasta ahora, que hay que pensar realmente en las personas y que las políticas deben estar dirigidas al bienestar del pueblo, no de una minoría, por muy importante que esta sea.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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