El gobierno de Cataluña ha dejado de financiar en julio a las entidades concertadas en materia social. Es decir, geriátricos, residencias para discapacitados o instituciones encargadas de la atención a enfermos mentales, entre otras, se quedan sin ayudas públicas. Se trata de instituciones privadas en las que el gobierno catalán dispone de plazas concertadas. Es una opción política tomada por un gobierno autonómico en el ejercicio de sus competencias en un momento de aguda crisis. Una opción política que tiene un coste social que todos colegimos que, sin embargo, para los dirigentes catalanes, debe achacarse al gobierno de la nación. Por la sencilla “razón” de que la  mala salud de las arcas públicas catalanas se debe a la insensibilidad del gobierno central en relación con Cataluña.
Efectivamente, el argumento catalán, falaz en sí mismo porque la responsabilidad del endeudamiento es de los gestores de los fondos públicos catalanes de los últimos años, apunta, sin embargo, a una reflexión importante. Si el ministerio de economía se hubiera opuesto a este nivel de endeudamiento, éste no se habría producido. Por tanto, aunque indirectamente, el elefantiásico grado de endeudamiento en que han incurrido las Autonomías, especialmente Cataluña, que se lleva la palma, tiene mucho que ver con la negligencia, con la pasividad de unas autoridades que han mirado para otro lado y que han pensado que cuándo la situación estallara ya habría otros responsables a los que pedir cuentas.
Aunque se ha advertido que se trata de un impago puntual, el hecho, en sí mismo, es gravísimo. Gravísimo por los destinatarios a los que perjudica, los más frágiles y vulnerables,  a quienes menos fuerza tienen para protestar enérgicamente. Y gravísimo también porque mientras se deja en precario a los más débiles del sistema, se mantienen gastos  como los relativos a la acción exterior, las embajadas catalanas, que este año cuenta con la friolera de 27 de millones de euros en los presupuestos, o como los destinados a la maquinaria burocrática comarcal, a las que se destinan nada menos que 560 millones de euros que se reparten  varios miles de personas. Eso sin contar con los elementales gastos “sociales” en que incurre la televisión pública catalana, con más de 1800 empleados en nómina y un presupuesto para este año de 378 millones de euros.
Estos datos reflejan que la decisión política de asfixiar al tercer sector catalán en materia social representa una determinada manera de entender la acción de gobierno. Una forma de gobernar que prefiere mantener y conservar las estructuras públicas a atender a las personas más necesitadas de la sociedad. Es una opción, desde luego, una opción que desvela, una vez más, la profunda crisis que también afecta a los políticos. Unos políticos, los dirigentes gubernamentales catalanes, que se están haciendo acreedores, junto con sus homónimos de otras latitudes, de una fuerte censura por parte del pueblo. Desde luego, con estas decisiones es explicable, perfectamente explicable, que para una mayoría relevante de ciudadanos, los políticos, no la política, sean uno de los principales problemas que tenemos. ¿O nó?
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es