Todas las personas disponemos, por el hecho de serlo, de una serie de derechos innatos a nuestra condición que son inviolables y que son la expresión misma de la dignidad que caracteriza indeleblemente a todo ser humano independiente de su posición social, estudios, raza, color, creencias…Así lo reconocen las primeras Convenciones de Derechos a nivel mundial y así se recoge hoy en las Constituciones democráticas de todo el mundo.

En efecto, la dignidad humana es de tal calibre y relieve, no sólo ético, sino jurídico, que se yergue y se levanta omnipotente, todopoderosa y soberana frente a cualquier embate del poder, cualquiera que sea su naturaleza, por laminarla o, lo que es peor, por ignorarla. En este sentido, el ejercicio del poder, sea legislativo, ejecutivo o judicial, sea financiero, político, editorial o académico, de cualquier naturaleza, debe realizarse, en un Estado social y democrático de Derecho con el fin de la realización de la dignidad humana y de los derechos fundamentales de ella derivados.

En el ámbito judicial, en el marco del proceso, sea penal, administrativo, social, mercantil o del orden que sea, existen una serie de garantías de las que dispone cualquier persona acusada. En efecto, todo ser humano tiene un derecho humano, un derecho fundamental a un debido proceso, a un proceso en el que se respeten los principios y garantías de naturaleza procesal reconocidos en el conjunto de las Constituciones del Estado social y democrático de Derecho. A saber: imparcialidad del juez, publicidad del proceso, posibilidad de asistencia de abogado, prohibición de dilaciones indebidas y utilización de los medios de prueba pertinentes, entre otras.

El derecho al debido proceso incluye el derecho de presunción de inocencia, el derecho a reaccionar frente a medidas desproporcionadas o arbitrarias que se puedan cometer por las autoridades judiciales durante la instrucción, el derecho a ser tratado de acuerdo con el principio de igualdad y no discriminación y, sobre todo, el derecho a una sentencia dictada por un órgano judicial imparcial e independiente que esté adecuadamente motivada.

Así es, en el proceso penal las decisiones jurisdiccionales, tanto de los jueces como de los fiscales a través de sus correspondientes informes, deben estar conveniente y justificadamente argumentadas en todos y cada uno de las fases de la instrucción y, por supuesto, en la resolución final que se adopte. Sin motivación no hay más que arbitrariedad pues como sentenció atinadamente John Locke hace ya mucho tiempo, la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, lo que constituye uno de los más graves atentado al Estado de Derecho. El Estado de Derecho fracasa cuando impera la irracionalidad y el poder, también el judicial, por consiguiente, se ejerce de forma arbitraria y desproporcionada.

Un proceso largo, injustificadamente largo, con dilaciones indebidas, es un proceso indigno de la condición humana y debe ser anulado por lesión de una de las principales garantías del derecho al debido proceso. El tiempo razonable del proceso, como es sabido, ha sido una causa constante en la jurisprudencia de los Tribunales Internacionales de Derechos Humanos para declararlos incompatibles con el derecho al debido proceso.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana