En tiempo de reformas, como el que nos está tocando vivir, junto a la necesaria racionalización del sector público nos encontramos ante otro desafío de gran trascendencia. Me refiero a la necesidad de auditar el conjunto de normas jurídicas que hoy integran el ordenamiento jurídico. Por supuesto a nivel nacional, pero también a nivel autonómico y local. En las tres instancias de gobierno hay demasiadas normas, infinitas normas, unas superpuestas a otras, unas obsoletas y otras dictadas para la ocasión. El legislador y la administración han pensado, y actuado en consecuencia, que los problemas sociales se resuelven fundamentalmente aprobando normas, y si es posible del mayor rango, mejor.
En efecto, aún a día de hoy encontramos en los boletines oficiales una profusión de normas que sorprende. Por supuesto por el número, que es creciente. Y también, por qué no reconocerlo, por los graves problemas de técnica que adolece la confección de esas normas jurídicas. Por eso, si es que se pretende mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, se debe actuar sobre la calidad de vida normativa de las personas. No puede ser, ni mucho menos, que la gente se desconcierte cuándo debe entrar en relación con los poderes públicos precisamente por tener que sortear un galimatías kafkiano de normas y más normas.
Es verdad que una de las dimensiones de la reforma administrativa más relevante se refiere a los procesos de racionalidad normativa. Por exigencias de la seguridad jurídica y porque en esencia las normas jurídicas no son fines en si mismas sino que se aprueban para ordenar racionalmente los asuntos generales con arreglo a la justicia.
En los últimos años, es una pena, se ha impuesto un punto de vista en cuya virtud la norma jurídica, en lugar de estar presidida por la racionalidad y la justicia, se ha concebido como instrumento de poder y dominación. En realidad, tal perspectiva no es nueva sino muy antigua. Data de los intentos de Hobbes, lamentablemente exitosos, por asociar la esencia de la norma jurídica, no tanto a la razón y a la justicia, como a la voluntad. A partir de entonces, y al servicio del poder establecido, la norma se ha ido convirtiendo en un medio para que la mayoría aplaste a las minorías o para que la suma de determinadas minorías se imponga sobre relevantes mayorías.
Desde estos planteamientos, los principales productores de normas, legislativos y gobiernos, se han convertido en instancias de dominación, en espacios para la imposición, olvidando la razón, que queda, como mucho, para la erudición y la investigación porque, dicen, lo importante es el poder, conservar el poder, mantener el poder.
Sin embargo, en estos tiempos de cambio en que vivimos, precisamos de nuevos enfoques y nuevas ideas porque las que han prevalecido hasta no hace mucho han demostrado su ineficacia y, sobre todo, su virtualidad para distanciar más al pueblo de la política. Por eso, iniciar un proceso de racionalidad en el mapa normativo, eliminando normas superfluas, procediendo a las refundiciones que sea menester y ampliando en las normas administrativas los trámites de audiencia y de información pública, parece que sería bien acogido por todos.
La refundición normativa, la simplificación normativa, la clarificación normativa, la racionalidad normativa en definitiva, son aspectos relevantes de una nueva manera de gobernar y administrar, menos pendiente de las tecnoestructuras y cálculos de poder, y más pendiente de las personas, del pueblo. Hoy precisamos que se realicen políticas en esta dirección. Por una poderosa razón: las reformas se hacen para la gente, para todos los ciudadanos. Si se hicieran sólo para conservar los intereses y la posición de determinados dirigentes, como hasta ahora ha sido la tónica general, entonces se estaría formulando una nueva invitación a la indignación general. Ni más ni menos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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