En el Estado de Derecho el ejercicio del poder público, también el financiero y el económico por supuesto, está sometido plenamente a la ley y al derecho. En efecto, el principio de juridicidad, junto a la separación de los poderes del Estado y al reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, los individuales y los sociales, componen el trípode sobre el que asienta ese modelo cultural y político que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo que se pisotea y transgrede, sutilmente las más de las veces, groseramente de vez en cuando, cuándo se permite que la voluntad de mando, de poder, se convierte en canon único y exclusivo, sin límites,  de la actuación de quienes están investidos de alguna suerte de potestades, sean de la naturaleza que sean.

En efecto, a pesar de que los Ordenamientos constitucionales someten a la ley y al derecho las manifestaciones del poder político, económico y financiero, en realidad, como bien sabemos, el respeto que merece el derecho brilla por su ausencia pues con frecuencia quienes disponen del poder hacen, de una u otra manera, lo que les viene en gana. En el fondo, y siguiendo a Hobbes, se ha sustituido la razón por la voluntad como principal elemento de la norma jurídica, de forma y manera que la adecuación a la razón de las leyes del parlamento apenas tiene relevancia. La voluntad de dominar, de doblegar, de vencer, se impone a la razón, que es preterida, tantas veces postergada. Un claro ejemplo lo tenemos en esos parlamentos en los que no se razona, en los que únicamente tiene cabida el dominio asentado en la estadística, una ciencia que, como dijera tiempo atrás cínicamente Kissinger, la democracia no es más, ni menos, que una cuestión de números, de estadística.

En este tiempo, la prensa y la televisión nos sirven a diario escenas y pasajes que confirman que la victoria de Hobbes sobre Tomás de Aquino es una amarga realidad. La voluntad se impone a la razón y, por ende, el equilibrio aristotélico entre materia y forma se convierte en la dictadura de una forma que aleja de si tanto cuanto puede toda referencia a los principios, a la sustancia de la realidad. No de otra forma me parece que puede explicarse el galopante crecimiento de la corrupción política y económica en España en estos años de principios de siglo.

El Estado de partidos, que sustituye al Estado de derecho, convierte a las formaciones partidarias, especialmente a las cúpulas, en la fuente del poder y de las normas de los distintos poderes del Estado. Los diputados deben seguir a pies juntillas los mandatos de una cúpula que normalmente solo piensa y actúa en términos de control. En este marco, pues, el derecho, la justicia, acaba siendo, como mucho, un eslogan o argumento con el decorar ciertos discursos.

Como es bien sabido, los dictadores usaron en su provecho el propio Estado. Hitler, sin ir más lejos, utilizó, y de qué manera el Estado, sorprendentemente el llamado Estado de “Derecho” del momento, como arma arrojadiza contra el propio derecho hasta conseguir anularlo, laminarlo, dominando a su antojo a la sociedad. Los alemanes, por eso, en la Constitución de Bonn dejaron esculpido en uno de sus preceptos más relevantes que el poder público está sometido a la ley y al derecho. A la norma elaborada en el parlamento y a ese humus o conjunto de principios que han de respirar las normas para orientarse derechamente a la justicia.

La recuperación de la razón como norte de la ley es una tarea urgente. Se lleva hablando, y escribiendo desde hace tiempo, pero no se afronta esta cuestión de verdad porque el dominio de lo tecnoestructural, de la razón positivista, es tal que impide contemplar la realidad en su esencial dimensión plural y abierta. Los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario cada vez tienen más importancia y cada vez son más necesarios si es que de verdad queremos asentar el solar de nuestra democracia sobre bases sólidas.

Quienes nos dedicamos a la enseñanza del Derecho tenemos la gran responsabilidad de poner a disposición de la sociedad juristas, no simples conocedores de leyes, hombres y mujeres comprometidos con la justicia, con la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, no simples mercaderes de intereses que se compran y venden al mejor postor, sea en el ámbito político, económico o financiero. Los principios del Estado de Derecho, de la razón, son cada vez más importantes. El problema es que el primado de la eficacia, de lo conveniente, de lo útil para la tecnoestructura, todo lo invade, todo lo arrasa. Por eso, el tiempo en que estamos es un tiempo en que de nuevo la batalla entre los principios y el pragmatismo, entre la dignidad y la utilidad, vuelve al primer plano de la realidad. Así de claro.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.