Estos días en que vivimos en un Estado de alerta formal, aunque materialmente de excepción a juzgar por el número de derechos fundamentales realmente suspendidos, quien más y quien menos se pregunta si, a pesar de las circunstancias, seguimos en un Estado democrático, o empezamos a deslizarnos hacia un Estado policía que conduce al totalitarismo. Se trata de una pregunta fundamental pues las Cortes funcionan como funcionan, se acaba de cancelar la ley de transparencia, la información pública que se brinda deja mucho que desear desde la perspectiva de su complitud y veracidad, empiezan a aflorar escándalos de corrupción y ante la simple y abstracta apelación al interés general, todo vale: también los asaltos o atropellos a las libertades, que por cierto tanto tiempo nos costó recuperar después de cuarenta años de autoritarismo.
En este contexto, de muy baja calidad democrática, debemos recordar que en el Estado de Derecho el ejercicio del poder público, también el financiero y el económico por supuesto, está sometido plenamente a la ley y al derecho. En efecto, el principio de juridicidad, junto a la separación de los poderes del Estado y al reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, los individuales y los sociales, componen el trípode sobre el que asienta ese modelo cultural y político que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo que se pisotea y transgrede, sutilmente las más de las veces, groseramente de vez en cuando, como vemos estos días en que debería más exquisito el respeto a las libertades, cuándo se permite que la voluntad de mando, de poder, se convierta en canon único y exclusivo, sin límites, de la actuación de quienes están investidos de alguna suerte de potestades, sean de la naturaleza que sean. Hoy, lo constatamos cristalinamente, no solo en lo formal, sino en el talante con que se desprecia a quienes no comulgan con la oficialidad, con la verticalidad.
En efecto, a pesar de que los Ordenamientos constitucionales someten a la ley y al derecho las manifestaciones del poder político, económico y financiero, en realidad, como bien sabemos, el respeto que merece el derecho brilla por su ausencia pues con frecuencia quienes disponen del poder hacen, de una u otra manera, lo que les viene en gana, tal como hoy comprobamos con toda claridad. En el fondo, y siguiendo a Hobbes, se ha sustituido la razón, el elemento central de la norma para Tomás de Aquino, de forma y manera que la adecuación a la razón del ejercicio del poder, en concreta de la potestad normativa, sencillamente es inexistente.
En este tiempo, la prensa y la televisión nos sirven a diario escenas y pasajes que confirman que la victoria de Hobbes sobre Tomás de Aquino es una amarga realidad. La voluntad se impone a la razón y, por ende, el equilibrio aristotélico entre materia y forma se convierte en dictadura alejando de si tanto cuanto puede toda referencia a los principios, a la sustancia de la realidad. No de otra forma me parece que puede explicarse el peculiar estilo de dirigir la nave en estos difíciles momentos para todos y para el ejercicio libre y solidario de los derechos fundamentales.
Como es bien sabido, los dictadores usaron en su provecho el propio Estado. Hitler, sin ir más lejos, utilizó, y de qué manera el Estado, sorprendentemente el llamado Estado de “derecho” del momento, como arma arrojadiza contra el propio derecho hasta conseguir anularlo, laminarlo, dominando a su antojo a una sociedad inerme, sin temple cívico, sin capacidad crítica. Los alemanes, por eso, en la Constitución de Bonn dejaron esculpido en uno de sus preceptos más relevantes que el poder público está sometido a la ley y al derecho. A la norma elaborada en el parlamento y a ese humus o conjunto de principios que han de respirar las normas para orientarse derechamente a la justicia.
La recuperación de la razón como norte de la ley y del ejercicio del poder es una tarea urgente. Se lleva hablando, y escribiendo desde hace tiempo, acerca de esta cuestión, pero no se afronta de verdad porque el dominio de la razón positivista es tal que impide contemplar la realidad en su esencial dimensión plural y abierta. Los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario cada vez tienen más importancia si es que de verdad queremos asentar el solar de nuestra democracia sobre bases sólidas.
Quienes nos dedicamos a la enseñanza del derecho tenemos la gran responsabilidad de poner a disposición de la sociedad juristas, no simples conocedores de leyes, hombres y mujeres comprometidos con la justicia, con la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, no simples mercaderes de intereses que se compran y venden al mejor postor, sea en el ámbito político, económico o financiero. Los principios del Estado de Derecho, de la razón, son cada vez más importantes. El problema es que el primado de la eficacia, de lo conveniente, de lo políticamente correcto, de lo conveniente, de lo útil para la tecnoestructura, todo lo invade, todo lo arrasa. Por eso, el tiempo en que estamos es un tiempo en que de nuevo la batalla entre los principios y el pragmatismo, entre la dignidad y la utilidad, vuelve al primer plano de la realidad.
El Estado de Derecho hay que conquistarlo día a día, no se impone por la sola fuerza de lo escrito en la Constitución. Hay que defenderlo con uñas y dientes, especialmente en unos momentos, como los actuales, en los que el autoritarismo y el totalitarismo acechan aprovechando la situación de excepcionalidad en la que vivimos.
Esperemos que el compromiso del pueblo con la democracia y las libertades sea firme y nos despierte del ambiente de despotismo tutelar del que escribió Tocqueville a través del cual se pastorea sin rechistar a unos ciudadanos convertidos en un gran rebaño. Si mantenemos el pulso democrático y no cedemos ni un ápice al recorte irracional y desproporcionado de nuestras libertades, habremos ganado la batalla y a la vuelta a la normalidad, este derecho de excepción será agua pasada y habremos afianzado nuestra convivencia pacífica. Las libertades no son regaladas, hay que luchar por ellas también desde el confinamiento domiciliario en el que nos encontramos. Vale la pena.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana