La responsabilidad de los entes reguladores puede ser por acción u omisión. Por acción porque la actividad administrativa de vigilancia, control, supervisión, comprobación o verificación se realice defectuosa o incorrectamente. Y por omisión, porque debiendo hacerse sencillamente se mira para otro lado y no se hace.
Los entes reguladores, sobre todo en materia financiera, tienen la obligación de vigilar el funcionamiento del sistema y autorizar la puesta en circulación de productos y activos financieros que sean respetuosos con las normas en vigor y con los principios de la buena administración y buen gobierno de las entidades.
Las llamadas preferentes, hoy desgraciadamente de moda, han inundado el tráfico financiero estos años. Unos dicen que por necesidades de recapitalización de los bancos, otros señalan que por razones de estabilidad financiera. La verdad, sin embargo, es que tales productos financieros han ocasionado unos daños en muchos casos irreversibles para no pocos ciudadanos. En algunos supuestos, personas mayores sin especial ilustración han comprobado como sus ahorros de toda la vida no podrán ser disfrutados.
Nadie en su sano juicio puede pensar, en un sistema regulado como el nuestro, que la circulación de estos negocios financieros no haya sido objeto de examen y enjuiciamiento por parte de los reguladores competentes. Y si hubieran sido toleradas sin más, todavía peor.
La actividad de vigilancia y supervisión de actividades de interés general es crucial para el buen funcionamiento del sistema financiero. Para eso está el regulador. Si no cumple con su función hay que saber por qué. Si es que no dispone de los medios personales y materiales para atender sus obligaciones. Si es que las normas que regulan sus competencias no son lo claras y terminantes que debieran. Si es que al frente hay un órgano colegiado político que toma sólo decisiones por razones de esta naturaleza.
Meses atrás, en el marco del proceso de evaluación de los reguladores financieros llevado a cabo por autoridades de la UE, los inspectores del banco de España señalaron algo muy grave. Que ante la existencia de indicios de actividades ilícitas el regulador miraba para otro lado. Tales afirmaciones, desde luego, deberían ser objeto de contraste jurídico por un tribunal de justicia independiente. Porque si resultara que el regulador no actuó correctamente, habría que exigir responsabilidades.
Para llegar a la situación tan crítica a la que hemos llegado, existen múltiples causas. La culpa no es sólo de los reguladores, de las instituciones financieras, de los políticos o del temple cívico de la ciudadanía. Es verdad que todos tenemos parte de la culpa. Pero así como la responsabilidad ciudadana es la que es y ordinariamente no tiene relevancia jurídica sino política y social, las omisiones de quienes debiendo vigilar no lo hicieron, sí que merece reproche penal o administrativo, según los casos.
Las omisiones también tienen relevancia jurídica. Vaya si la tienen.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es