A principios de este mes fallecía en Estados Unidos, en Connecticut para más señas, Robert A. Dahl. Un profesor universitario de ciencia política conocido en los medios académicos como uno de los principales exponentes del estudio de los efectos de la democracia en las condiciones de vida de la gente. Un académico que como Diógenes, buscaba lámpara en mano el ideal democrático. Enseño durante cuarenta años en la Universidad Yale donde fue compañero de departamento de un insigne profesor español, que también, como Dahl, obtuvo el prestigioso premio Johan Skitte de ciencia política.
Robert A. Dahl no fue un académico más. Trabajó en su juventud en una compañía ferroviaria y en el puerto de Alaska como estibador. Participó en la II Guerra mundial combatiendo en Europa y también laboró en la Administración pública de los EEUU, en concreto en la agencia de agricultura. Estudió ciencia política en Washington y se doctoró en la Universidad de Yale, en la que estuvo contratado durante cuarenta años.
En sus estudios sobresale una idea francamente actual: ningún sistema de gobierno ha encarnado a la perfección el ideal democrático. Es más, definió la democracia, desde el realismo, no como el gobierno del pueblo, sino como una poliarquía. Sus reflexiones sobre la democracia, una de sus líneas de trabajo más relevantes, ayudan sobremanera a pensar sobre los problemas de esta forma de gobierno diseñada por los clásicos como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo que, hoy, inmersos en una crisis política de incalculables consecuencias, ha mostrado su verdadera careta: el gobierno de unos pocos, por unos pocos y, sobre todo, para unos pocos.
No hace mucho,  Edgar PISANI, director del Instituto del Mundo Árabe de París, reconocía una evidencia que ha crecido exponencialmente: “sabemos que la democracia, tal y como hoy la vivimos llevará al poder a hombres y mujeres cuya principal calidad no será precisamente la excelencia, sino la mediocridad. (…). Estamos lejos de aquello que constituía la ambición de las democracias nacientes: que la elección de todos distinguiera al mejor de todos».
En estos años, como consecuencia del ascenso de la mediocridad y de la banalización creciente de los asuntos públicos, se ha ido agostando una de las principales funciones de la democracia: dar sentido a las cosas haciendo a cada hombre responsable más allá de los estrechos límites de un horizonte cotidiano.

 
Pues bien, en 1992, a finales, la editorial Paidós tradujo al castellano el libro del hoy fallecido profesor emérito de Ciencias Políticas en la Universidad de Yale Robert. A. DAHL, titulado «La democracia y sus críticos». El libro está escrito en 1989 y no tiene desperdicio. Para lo que aquí interesa, conviene destacar que DAHL, como es lógico, está convencido de que la democracia tiene que ser criticada para que mejore, sobre todo después de lo que está ocurriendo en las fronteras  del siglo XXI. En concreto, DAHL piensa que en esos tiempos del llamado posmodernismo es necesario  potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral.
En efecto, sin la razón, sin valores y sin civilidad la democracia no puede pervivir como sistema de gobierno centrado en la dignidad del ser humano. Consideración bien pertinente en este tiempo en el que ciertamente la dignidad de la persona es objeto de mercadeo y de transacción en función de los intereses de los que mandan en cada momento. No nos engañemos, el sistema que tenemos se puede denominar formalmente como queramos, pero en el fondo, en esencia, no es, ni mucho menos un gobierno de todos, por todos y para todos. Para que ello sea posible, seguro que la lectura de los libros de este gran pensador norteamericano nos iluminará. Y mucho.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es