Una de las características que mejor define, junto a la mentalidad abierta y a la capacidad de entendimiento, las nuevas políticas y a sus dirigentes, es la sensibilidad social. En efecto, la sensibilidad social, actitud solidaria, deriva del principio de la centralidad de la persona en la política. Perspectiva que permite conducir la proa de la nave política a la búsqueda las soluciones reales a las cuestiones colectivas y a orientar las decisiones en los ámbitos de la cooperación, de la convivencia, de la integración y de la confluencia de intereses. En este contexto, la persona y su dignidad son la clave y la guía que conduce a la gran tarea de democratizar la democracia, algo necesario y urgente en este momento entre nosotros.

La sensibilidad social implica colocar con todas sus consecuencias a las personas en el centro del orden social, político y económico. Cuándo ello así acontece, la acción política se dirige de manera comprometida a prestar servicios reales al pueblo, a atender los intereses generales reales, a escuchar de verdad a la ciudadanía. Ello implica necesariamente el entendimiento con los diferentes interlocutores para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Entonces, no queda tiempo para el cálculo y la reflexión acerca de cómo sacar partido, también económico, a la posición.

Ahora bien, esas prestaciones, esos servicios no son un fin sino un medio para alcanzar mayores cotas de bienestar general e integral para el pueblo. Son un medio para la mejora de las condiciones de ejercicio de la libertad solidaria de las personas, no un sistema de captación de voluntades.

En fin, las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas, las actuaciones de promoción del empleo, son bienes de carácter básico que un gobierno debe poner entre sus prioridades políticas, de manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que la sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.

Las prestaciones públicas constituyen el entramado básico del llamado Estado del bienestar, modelo que poco a poco va camino de su desaparición salvo que nos convenzamos de que no es posible mantenerlo en el dique del pensamiento cerrado y estático y lo llevemos a las aguas claras del pensamiento abierto y dinámico. ¿Cómo es posible seguir defendiendo la subvención como fin, cuándo es  uno de los mayores atentados al progreso social cuándo se maneja desde la perspectiva clientelar?.

En efecto, cuándo el Estado de bienestar se toma como un fin en si mismo, el Estado se reduce al papel de suministrador de servicios, con lo que el ámbito público se convierte en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural, en lugar de su catalizador o impulsor. En este ambiente se dificulta, cuándo no se impide desde la raíz, el necesario equilibrio para la creación de una atmósfera adecuada para el libre desarrollo de las personas y de las asociaciones, levantándose una estructura estática y cerrada que priva al cuerpo social del dinamismo necesario para propiciar la libertad y la participación de la gente.

Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital más allá de la reivindicación del derecho adquirido o de la conservación de la posición. Cuándo ello  acontece, se olvida que las prestaciones sociales se justifican en la medida que se incardinan en el bienestar general e integral de la gente, o, si se quiere, en la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.

Nos puede servir como ejemplo la acción del Estado en relación con los más desfavorecidos, entre los que contamos a los marginados, los pobres, los parados o los mayores. Las prestaciones públicas nunca pueden tener la condición de dádivas mecánicas. Más bien, el Estado debe propiciar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y las capacidades escondidas en esos amplios sectores sociales.

Desde esta perspectiva, es perfectamente compatible el interés empresarial y la justicia social, ya que las tareas de redistribución social deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos como en ocasiones se concibe la actividad pública.

Ojalá escuchemos en los próximos días ideas y reflexiones sobre lo que realmente preocupe a la gente y no insultos y descalificaciones entre agentes políticos buscando la hegemonía a cualquier precio sin importar la moralidad de procedimiento alguno. No soy muy optimista a la vista de la mediocracia dominante, y no solo en la política.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.