Una de las manifestaciones de la crisis en la que están sumidas no pocas democracias en el mundo reside en la ausencia de racionalidad en el ejercicio de un poder que tiende a concentrarse en las manos de quienes dirigen los partidos políticos. Sólo hay que echar un vistazo a lo que atinadamente se ha denominado Estado de partidos para comprender hasta qué punto la separación de poderes ha quedado reducida a pavesas. Separación de poderes que junto a la vigencia de los derechos humanos básicos, a la juridicidad  y a la participación real del pueblo en el espacio de la deliberación pública, configura uno de los pilares sobre los que descansa el edificio de la racionalidad democrática.
Dejando para otro día las apasionantes cuestiones que se refieren a los derechos humanos, a la juridicidad o a la participación, centrémonos ahora en la separación de poderes. Un principio connatural a la democracia misma en cuanto sistema de gobierno que busca, de una u otra manera, la división del poder, de manera que el titular del poder legislativo elabore las leyes, el titular del poder ejecutivo las ejecute e implemente, y el titular del poder judicial dirima los conflictos y controversias existentes en la sociedad y entre los mismos poderes. Estos poderes han de disponer de una razonable y legítima autonomía para poder realizar adecuadamente su tarea. Interacciones, relaciones, o tensiones, son connaturales al ejercicio del poder. Sin embargo, lo que debe de evitarse es que un poder pueda manejar o controlar a los demás. Algo bien obvio en muchos sistemas parlamentarios en los que el partido mayoritario tiene una influencia determinante, a veces dominante, en la conformación del legislativo y en la integración de la cabeza, de la cúpula del poder judicial.
En fin, me temo que la opinión general acerca de la influencia de los partidos en la conformación del parlamento y del órgano de gobierno de los jueces es bastante previsible. El problema, el no pequeño problema, es que estando las cosas como están, habiendo alcanzado el grado de politización que han alcanzado, sorprende la ausencia de cordura y sentido común en este tipo de cuestiones. Ahora, sin embargo, tras el 20-D, es menester proceder a garantizar la separación de los poderes evitando el bochornoso espectáculo del control y dominio de los poderes del Estado por las tecnoestructuras partidarias.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es