De nuevo el CIS pone en el candelero la corrupción. Sigue siendo, tras el  paro, el segundo problema más grave  que perciben los españoles. Ahora, en el mes de febrero,  la preocupación ciudadana por la corrupción escala ocho puntos en relación el mes de enero. Es decir, para un 47.5% de encuestados, la corrupción es uno de los problemas más graves que aquejan a nuestro país, como, por cierto, a tantos regímenes políticos en todo el planeta.
 
En efecto, durante el mes  de febrero la ciudadanía se muestra más preocupada por un fenómeno tan antiguo como el ser humano que en este tiempo ha crecido exponencialmente. La proliferación de casos de corrupción a lo largo y ancho de la geografía nacional, tal como ha demostrado el ministro del interior en una reciente comparecencia, en la que ha reconocido en 2015 seis mil detenidos por actos de corrupción,  debiera disparar las alarmas en los cuarteles generales de los partidos políticos, de forma y manera que los ciudadanos perciban que se dejen atrás viejas formas de estar y hacer política. La realidad, sin embargo, acredita que todavía hay una mayoría de españoles que desconfía de los partidos políticos como instituciones de interés general y de las promesas de muchos dirigentes asentados por décadas en la cúpula de estas organizaciones. La ciudadanía, entre resignada e indignada, apunta a los partidos como las instituciones más desprestigiadas de la vida democrática española, tal y como mes a mes registran las encuestas desde hace ya varios años.
 
La corrupción es consecuencia de la forma de selección de los cargos públicos, de la amplia discrecionalidad existente para adjudicar contratos públicos,  de la manera en que se integran las listas electorales y, por supuesto, de los criterios que se manejan para integrar los cuadros directivos de las juventudes de estas formaciones. Mientras se designen los cargos por afinidad personal y  se confeccionen las listas para consolidar poderes personales, la corrupción seguirá campando a sus anchas. Es lógico porque así, de esta forma, se está y se practica la política precisamente para el mantenimiento y conservación, como sea, del poder.
 
En este sentido, aunque se quiera ocultar, la realidad acredita que el panorama político español está todavía, a día de hoy, después de la martingala de la investidura, sumido en una profunda degradación  que ha permitido a los ciudadanos, primero en las europeas, luego en las locales y autonómicas, y recientemente el 20-D del año pasado,  castigar a aquellas formaciones que han tolerado, incluso protegido, o peor, aupado a cargos directivos,  a delincuentes y presuntos delincuentes. Las filtraciones de algunas conversaciones mantenidas por los cabecillas de algunas de las  tramas de corrupción más conocidas y recientes  alimentan esa decepción y creciente indignación reinante en la sociedad acerca de la política y de los políticos.
 
El hecho de que en plena crisis económica unos desalmados se hayan dedicado a engrosar sus cuentas corrientes con la compra y venta de  información privilegiada, con el tráfico de influencias o, más descaradamente, con sobornos, complementos, dádivas y otras “lindezas”, es comprensible que haya indignado a tantos y tantos ciudadanos que con muchas dificultades consiguen, si pueden, llegar a fin de mes con el fin de mantener dignamente a sus familias.
 
Así las cosas, bien está que  los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a normas y a códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos de quienes nos representan en los diversos poderes del Estado  y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a la búsqueda del poder por el poder, a laminar al adversario o a incrementar la cuenta corriente, algo que, por lo que se observa a diario, ha sido muy frecuente en los últimos tiempos.
 
Desde luego, no es sencillo transformar el panorama político español. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido exponencialmente y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que las cosas en esta materia  se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a personas que puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de permitir el acceso a quienes vienen a beneficiarse personal y patrimonialmente de su condición de representantes del pueblo.
 
La ejemplaridad, decía Hume, es escuela de humanidad. Si los que mandan de verdad estuvieran dispuestos a comprometerse en la regeneración que precisa nuestra democracia, las cosas empezarían a cambiar.  Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a convivir con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos del interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para cosas distintas que trabajar de sol a sol por la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer como sea en la cúpula, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida. Lo comprobamos, lamentablemente, a diario.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana