La banalización del mal, es, como sabemos, una certera y aguda expresión que debemos a una de las mejores filósofas del siglo pasado: Hanna Arendt.  Para la profesora judía, lo más grave es la ausencia de pensamiento, la incapacidad para preguntarse sobre el sentido de nuestras acciones u omisiones. En cierta forma, el ambiente de corrupción en que vivimos es consecuencia precisamente del destierro a que se ha condenado a la reflexión, al pensamiento mismo. Los objetivos, los fines, son lo importante. Cómo se consigan, o  si se alcanzan al margen del bien es harina de otro costal, algo reservado a personas de otro mundo, a personas que cometen el error de “pensar”, sentencia la filósofa.
 
Hoy, sin embargo, el manejo que se hace del poder en cualquiera de las parcelas de la vida social, política o económica, refleja la banalización de la corrupción a que se ha llegado. Comprar votos o camuflar balances será conveniente o adecuado si de esa manera se ganan elecciones o se obtienen pingues beneficios, certifican con su actuación no pocos responsables públicos o financieros.
 
La corrupción es una realidad, nos guste más o nos guste menos. Es una realidad que en unos países tiene más extensión y en otros menos. Normalmente, la emergencia de la corrupción pública suele ser el trasunto de la corrupción social y personal. La corrupción no la cometen los edificios públicos o los actos administrativos, sino las personas que representan instituciones públicas o que dictan actos administrativos.
 
Así las cosas, las causas que podemos encontrar en el trasfondo de la desnaturalización del poder público, que es lo que esencialmente es la corrupción, son de muy diversa procedencia. Hoy, me voy a concentrar en la existencia de una peculiar manera de entender el poder. Me refiero a la existencia y ejercicio de la versión autoritaria del poder, sutil o expresa, a nivel social o a nivel institucional.
 
En efecto, esta forma de entender y ejercer el poder supone que su titular impide los mecanismos de participación y pretende, a través de él, ahormar y dominar la realidad de que se trate. Es un poder de dominio que disfruta controlándolo todo, que anula cualquier asomo de crítica y que lamina a quien en un momento dado considera competidor. A la vez, elude cualquier forma de control real y en su caso diseña la propia rendición de cuentas  cuándo no hay más remedio que someterse a ella.
 
Desde la perspectiva política, el poder autoritario, en sus formas más sutiles y sofisticadas, es  formalmente compatible,  vaya si lo es, con la democracia. No hay más que distorsionar la separación de los poderes bajo la dictadura de la mayoría, y ya está.  Desde la perspectiva institucional, el poder autoritario puede convivir con sistemas formales de rendición de cuentas y con una participación vertical o dirigida.
 
El autoritarismo, el personalismo en el ejercicio del poder, es una enfermedad muy antigua que aqueja a una multitud de líderes  y jefes. Quizás los procedimientos abiertamente dirigidos y verticales no tengan cabida, afortunadamente, en nuestras democracias. Pero, a juzgar por la temperatura moral de la que disfrutamos, la corrupción, sobre todo la llamada blanca o gris, está tan presente entre nosotros, que no somos conscientes del deterioro que ocasiona en la vida social, económica, política y cultural. Es, ni más ni menos, que la banalización de la corrupción: un fenómeno de nuestro tiempo que va indisolublemente unido a la repugnancia por el pensamiento, por la reflexión, por las preguntas acerca del sentido de la vida.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.