La relación entre la teoría y la práctica, entre los principios y la realidad, o entre la acción y la contemplación, constituyen conocidos pasajes de una de las polémicas más interesantes que se presentan en materia de dirección, administración o gobierno, y también en materia educativa. En efecto,  esta discusión la encontramos, por ejemplo, en la enseñanza, sobre todo en la universitaria, tras la famosa declaración de Bolonia. Pero no sólo en la enseñanza superior. El último informe PISA sitúa a los alumnos españoles de enseñanza media a la cola de las habilidades prácticas, seguramente a causa de una forma de enseñar en la que la realidad y la práctica tienen poca, o nula, relevancia.
El doctrinarismo, la supremacía de la teoría sobre la práctica, igual que el pragmatismo, la dictadura de la praxis sobre la teoría, o de las circunstancias sobre los principios, están hoy más de moda de lo que podría pensarse. Probablemente, porque con frecuencia asistimos a descalificaciones, más o menos interesadas, de los principios frente a las circunstancias, que son convertidas en la piedra de toque, por ejemplo, de la acción pública. En la enseñanza se censura, de una u otra manera, la exposición de principios por considerar que una educación demasiado teórica no prepara personas capacitadas para triunfar en el mercado de trabajo. Es decir, observamos, como en tantas cosas, posiciones extremas. O teoría o práctica. O doctrinarismo o pragmatismo. Y, en realidad, si trabajásemos desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico o complementario, las cosas se plantearían de manera más inteligente y, sobre todo, más propicia para resolver problemas. Veamos.
La acción política se basa en principios. En principios que deben proyectarse sobre la realidad. Y en su aplicación sobre la realidad los principios se modulan, se adaptan, pero siempre manteniendo su identidad propia. Si los principios se abandonaran, hasta hacerse irreconocibles, por sus dificultades para implementarse sobre la realidad, estaríamos en presencia de una actuación incoherente. Los principios, desde el pensamiento complementario, son flexibles porque son susceptibles de proyectarse sobre diferentes situaciones.
El dominio de las circunstancias sobre los principios tiene un nombre: pragmatismo. En estos casos, lo que pasa es que las circunstancias adquieren forma  y naturaleza de principios. Si estos concretos principios no  gustan, no hay problema, siempre hay otros. Esta conocida frase de una famosa película de humor es tan actual como lamentable. Pareciera que lo importante fuera mantenerse en el poder como sea, encaramarse a la poltrona a como dé lugar. Y si para ello hay que renunciar a las convicciones, no hay problema, porque el gran y único principio que rige la conducta de estos dirigentes es la supervivencia política y personal.
La fuerza de los principios, de la propia razón, estriba en que tales criterios, por difíciles que sean las situaciones a las que deben aplicarse, siempre se pueden mantener. Al menos siempre es posible que la esencia del principio esté presente. Los resultados del último informe PISA no debe llevarnos a abandonar los principios en la educación. Todo lo contrario, debiera conducirnos a ilustra mejor en la realidad, en la práctica, la importancia d los principios. Tan grave es el doctrinarismo como el pragmatismo. En cambio, desde la perspectiva del pensamiento complementario es posible mejorar, y mucho, estas anomalías que según PISA tienen nuestros alumnos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es