La crisis que asola el llamado mundo occidental cada vez  va tomado más tintes de profunda y honda transformación. No es sólo una crisis económica y financiera derivada de una mala administración de los fondos públicos o de los fondos privados. Estamos, me parece, en uno de esos momentos de la historia de la humanidad en los que todo un modelo se está resquebrajando poco a poco pero de forma inapelable. Por un lado, el sistema de mercado, que pierde a borbotones la racionalidad y la transparencia que le es inherente, reclama cambios de calado. Por otro, la necesaria recuperación del sentido de la democracia como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, empieza ya a ser una tarea urgente.

Los cambios a implementar son de tal calibre, que cada día que pasa sin trabajar sobre los fundamentos es un día perdido. Muchos dirigentes políticos, la mayoría podríamos decir, sigue más preocupado por su situación personal y la de la corte de afines que los acompañan que por la realidad de las condiciones de vida de tantos millones de ciudadanos que ven empeoradas, algunos de manera lacerante, sus condiciones de vida . Por ejemplo, la necesaria reforma de la Administración reclama ya, de una vez, que se racionalicen las estructuras y se diseñen en función de las necesidades colectivas de las personas, no de los integrantes de las tecnoestructuras. Igualmente, es menester iniciar una sustancial reforma de la vida política que facilite la democracia en los partidos evite la concentración de poder que se irradia desde las mayorías absolutas. Hay que despolitizar la justicia, hay que subrayar la centralidad de las personas. En fin, en el plano del sistema de gobierno las transformaciones a realizar son muchas y muy relevantes.
Igualmente, en el sistema económico y financiero también queda mucho que hacer. No sólo por  profesionalizar los órganos reguladores y las instituciones de control, que no es poco. Hay que elaborar normas que eviten el saqueo de los especuladores aprovechando los resquicios legales que permiten determinadas prácticas bien conocidas. Las agencias de calificación deben ser transparentes, dar audiencia a los sujetos del veredicto y someterse a un sistema de reclamaciones y recursos acordes al Estado de Derecho.
Por supuesto, la reforma del sistema educativo debe abandonar de una vez la senda de lo políticamente correcto para instalarse en parámetros de rigor y profesionalidad. En el mismo sentido, la promoción de la investigación debe hacerse de forma que se contribuya de forma efectiva y real al desarrollo de las empresas y a la mejora de las condiciones de vida de la gente.
El modelo del Estado de bienestar, en su versión estática, la de las últimas décadas, ha muerto. Las prestaciones y ayudas públicas, por fortuna, ya no son, en realidad nuca lo fueron, ilimitadas. Son instrumentos para potenciar iniciativas sociales que repercuten positivamente en el interés general. Ahora procede trabajar desde el modelo dinámico del  Estado de bienestar, olvidado y preterido por el deseo de control y dominio de los dirigentes de este tiempo. Un modelo de protagonismo social, un modelo de centralidad de la dignidad del ser humano, un modelo que se construye  y alimenta permanentemente desde la radicalidad en la defensa de los derechos fundamentales de la persona.
Pues bien, a pesar de las evidencias de que estamos en un tiempo histórico,  la ausencia de compromiso con el interés general y de compromiso con los derechos humanos en quienes deberían mirar a lo común por encima de lo personal retrasa lamentablemente el giro social y humanista que la ciudadanía se merece. Mientras, siguen primando los intereses particulares  y la consabida astucia del que siempre, pase lo que pase, aparece vinculado a la cúpula.
Este año celebramos el bicentenario de la Constitución gaditana de 1812, tan breve en su vigencia pero de tanta influencia en el mundo de las ideas políticas. Como se sabe, uno de los primeros de sus preceptos recuerda algo obvio que en este momento no está de más traer a  colación: el gobierno se justifica para la felicidad de la nación, lo que hoy podríamos traducir por la felicidad del pueblo. Pero algunos, con no pocos poderes, siguen pensando, y actuando en consecuencia, que el gobierno, sea en lo político, en lo económico o en lo social, está para la felicidad de los gobernantes. En algunas cosas no parece que hayamos avanzado tanto.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es