Transparencia Internacional, la ONG dedicada al estudio y prevención de la corrupción en el mundo, acaba de hacer público un informe sobre las relaciones entre el poder político y el poder financiero en relación con la corrupción. Un informe, debe recordarse, que se refiere a la percepción de la corrupción tal y como se colige de las encuestas que realiza la institución. Pues bien, España, cómo cabía esperar, sale mal, muy mal parada. Se encuentra a la cola de Europa, al mismo nivel que Grecia, Portugal e Italia.
Según Transparencia Internacional (TI), en España las ineficiencias, las ineficacias, el despilfarro y las corruptelas ni están suficientemente controladas, ni están convenientemente sancionadas. No están suficientemente controladas porque, lisa y llanamente, tenemos muchos controladores, pero no hay control por la sencilla razón de que no disponemos de autoridades realmente independientes de control. Y no están convenientemente sancionadas porque no nos hemos atrevido a explorar inteligentemente la dimensión jurídica de las faltas o atentados a las más elementales reglas de la ética pública.
Otro punto recurrente en los informes de la ONG se refiere a los partidos políticos. De nuevo TI señala que estas instituciones no disponen del suficiente compromiso en la lucha anticorrupción. La financiación sigue siendo una asignatura pendiente así como los sistemas y procedimientos dirigidos a garantizar, dentro de lo posible, la democracia interna. Ni siquiera en la tramitación de la ley de transparencia se ha previsto que estas instituciones, los partidos, sean sujetos colectivos obligados a facilitar información. No deja de llamar la atención en la dura crítica que Transparencia Internacional dedica a los partidos la referencia a la ausencia de rendición de cuentas por parte de los dirigentes de estas formaciones. En el mismo sentido se denuncia el imparable y permanente proceso de oligarquización de los partidos políticos, en manos de pequeñas tecnoestructuras que se sirven, y de qué manera, de las relaciones allí tejidas para toda suerte de privilegios, prebendas, a veces inconfesables por lo lacerante del atentado a la dignidad de las personas que implican.
Según una encuesta de Transparencia Internacional, el 80 % de los españoles, y me parece que se queda corta, considera que los partidos son corruptos o muy corruptos. Un porcentaje prácticamente igual al italiano, sólo superado, en el ámbito europeo, por los griegos, que alcanza el 87%. Mientras, tal percepción de los partidos políticos llega al 29% en Suiza, al 23.45 en Holanda o, por ejemplo, Dinamarca al 18.4%.
Otro punto que suele ser analizado por esta encuesta de la ONG especializada en corrupción se refiere a la calidad del funcionamiento de los tres poderes del Estado. Al poder legislativo le afea su conducta a causa de la ausencia de una real rendición de cuentas por mor del sistema de listas cerradas, que fomenta la sumisión y vasallaje al jefe del partido antes que a los electores. Subraya, sin embargo, que el poder legislativo puede hacer una gran labor de control al ejecutivo, lo que es una quimera cuándo, es el caso actual, existe una mayoría absoluta. El informe dado a conocer estos días llama la atención acerca de la falta de transparencia del ejecutivo debido a la cultura de la oscuridad, de la opacidad reinante en el sistema administrativo. El poder judicial también cosecha un buen elenco de críticas y censuras. Por un lado, Transparencia Internacional es de la opinión de que un problema grave que tenemos en España, y tiene toda la razón, es la politización del órgano de gobierno de los jueces. Aunque a su juicio los jueces españoles actúan con responsabilidad y rigor en general, la esporádica corrupción e ineficiencia no es convenientemente sancionada, dice Transparencia Internacional.
En fin, el informe que se ha dado a conocer podría servir para, de nuevo, sacar del cajón la carpeta de la regeneración democrática y ponerse a la labor. Una labor difícil porque ahora, en plena crisis económica y financiera, supondría eliminar tantos cargos y organismos públicos que, de verdad, habría que ser un héroe, un mártir de la democracia, para transitar por un camino tan repleto de sinsabores y espinas. Sin embargo, los tiempos en que vivimos son difíciles para todos y los ciudadanos, cada vez más indignados, esperan de verdad que los que dirigen den ejemplo y comiencen a percatarse de que otra política es necesaria, de que se terminaron los privilegios, las prerrogativas y esa forma de entender el poder en clave de exclusión y de aprovechamiento. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo. jra@udc.es
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