Las últimas encuestas del CIS reflejan algo que no por reiterado deja de sorprender. La ciudadanía piensa, ahora con más intensidad, que la clase política es un gran problema colectivo. Los escándalos de corrupción que a diario salpican a los partidos y ocupan las portadas de periódicos y telediarios no ayudan a la necesaria dignificación de la política. La insensibilidad de algunos políticos en relación con el sufrimiento experimentado por muchas, miles y miles de familias en España, es una lamentable realidad. Y, sobre todo, la desfachatez con la que mes a mes se castiga a las llamadas clases medias y bajas del país, dedicando el esfuerzo impositivo de muchos ciudadanos y las bajadas de salarios en la función pública a nutrir y mantener un entramado de organismos y organizaciones innecesarios, es, desde luego, un motivo que justifica, no sólo el desprestigio general de la actuación de los políticos,  sino también  la subida preocupante de la abstención, ahora en cotas alarmantes. Más todavía, si se tiene en cuenta el problema de entendimiento general que se aprecia en la llamada clase política.
Así las cosas, con los coletazos de la crisis coleando,  es lógico y natural que se proceda a analizar con rigor y seriedad lo que nos está pasando. Claro que existen ataques al euro y que existe un factor internacional al que no es ajeno nuestro país ni nuestra economía. Por supuesto. Pero el enemigo de la crisis ni es el Banco Central Europeo ni los astutos inversores que están haciendo su agosto ante la inactividad de la regulación financiera a nivel internacional. Tienen, es verdad, una parte importante en la cuota de responsabilidad de lo que nos acontece. Pero también, no podemos negarlo, hemos de mirar para dentro, para nuestro sistema político, económico y social. No para alterarlo sustancialmente. Para mejorarlo, para rectificar el rumbo del modelo autonómico convirtiéndolo en lo que debe ser, un esquema de descentralización eficaz para realizar políticas propias que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos. Y para eso hemos de alcanzar pactos y acuerdos políticos de envergadura que faciliten una reforma constitucional que debe entrar a fondo en el reparto competencial y en un mejor tratamiento de los Entes locales. Las subvenciones a partidos, sindicatos y patronales deben dejar paso a la autofinanciación de estas instituciones de interés general, nacidas para que la democracia sea el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y no un régimen en poder de una casta tecnoestructural que sólo aspira, y de qué manera, a estar siempre situada, como sea, en la cúpula del mando.
Por otra parte, los partidos deben también acordar entre todos la adopción de esas medidas, tan cacareadas como inéditas, de regeneración de la vida política de manera que la participación ciudadana sea real y vaya poco a poco desapareciendo esa forma clientelar y sumisa de entender la relación entre política y ciudadanos. Hace falta un cambio en el modelo educativo que aspire a la transmisión del conocimiento a los más jóvenes.
En fin, los ciudadanos están reclamando otras políticas, otra forma de estar y ejercer la política. Quieren, queremos,  un gran acuerdo entre todos los partidos que aspire a sacar adelante este gran país y a devolver a las instituciones la vitalidad perdida. El momento, aunque no lo parezca,  es propicio para un gran esfuerzo de entendimiento entre todos los principales agentes políticos y sociales.
 
Un gran acuerdo en el que hay que revisar sin miedo el funcionamiento de muchas instituciones y políticas de Estado que se han asentado en el inmovilismo. Un gran acuerdo que permita dotar de vida a los principios de una Constitución diseñada desde la concordia y que, sin embargo, en los últimos tiempos, se ha utilizado en clave ideológica y al servicio de intereses parciales. La reforma es posible. Es necesaria. Y si se fuera más consciente de la gravedad de la situación, urgente.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es