La deuda pública acumulada del reino de España, a día de hoy, alcanza ya el 95% del PIB. Es decir, el Estado debe abonar, para hacer frente a los intereses y a la amortización de la deuda, la friolera de 600 millones de euros diarios. Solo en el mes de enero de este año nos endeudamos en 18.677 millones de euros. De seguir así, con esta proporción, llegaremos a 2015 con la deuda en el 100% del PIB. Son, desde luego, datos muy, pero que muy preocupantes que, sin embargo, tienen unas causas bien fáciles de establecer. Primera, el recurso a la deuda como forma habitual de financiación de servicios públicos crecientes durante décadas. Segunda, un aparato público irracional seguido de una política subvencional diseñada para el control y la manipulación social por parte de los dirigentes públicos. La cuestión es cualitativa, no cuantitativa. Es el modelo lo que debe cambiar, no aspectos puntuales del viejo esquema.
 
La Constitución, para quien la quiera leer, dice desde 1978 que el gasto público se asignará con criterios de equidad y se realizará atendiendo a la economía y a la eficiencia. La realidad, empero, nos ha demostrado hasta el paroxismo, que el gasto público se ha concebido como algo casi infinito, no como un concepto limitado y orientado al servicio objetivo de los intereses generales. Más bien, desde hace varias décadas los responsables, mejor irresponsables públicos, al menos en este capítulo, han actuado como si el gasto público fuera la panacea para resolver todos los problemas, importando poco, o nada, si los presupuestos alcanzaban para atender esas expansionistas políticas públicas concebidas exclusivamente para el control y manejo de la sociedad por parte de los miembros de la tecnoestructura. Si el presupuesto era insuficiente para tal propósito, y era menester colocar allegados y afines, se acudía al recurso de la deuda, que era convenientemente autorizada. Es decir, nada de eficiencia, nada de austeridad. Hemos vivido como si fuéramos nuevos ricos y como si levantar y construir organismos públicos y diseñar programas de subvenciones no tuviera fin.
 
En este sentido, ahora es ya un tópico, el modelo autonómico se orientó hacia la lógica estatal y replicó, institución a institución, la estructura del Estado- Nación, batiendo, a los pocos años, todos los récords habidos y por haber. Y no es que el modelo autonómico sea un mal esquema. Todo lo contrario, es una gran solución para la realidad plural y diversa de España. El problema es que las instituciones de autogobierno, en lugar de adecuarse a los intereses públicos propios de cada Autonomía, han discurrido, en términos generales, por los derroteros de la ineficiencia y en tantas ocasiones por la senda del despilfarro. Construimos un árbol tan frondoso y le salieron tantas ramas que al final no se ve el bosque. Tanta estructuración pública acabó por complicar todavía más la maraña administrativa que tanto se criticaba del modelo anterior. Es más, el entramado de entes, órganos, sociedades, agencias y empresas públicas es tan frondoso que no es capaz ya de atender como cabrías esperar a los ciudadanos. Estos días hemos tenido que desayunarnos con la muerte de una persona del condado de Treviño a la que, por las razones que fuera, no se envió la ambulancia que su situación requería.
 
Tiene gracia que se presente como positivo que ahora nos financiamos más barato en los mercados aunque aumente exponencialmente el dinero que hemos de tomar prestado para salir adelante aumente cada mes. La cuestión,  insisto, no es cuantitativa, es cualitativa. Mientras no se decida redefinir la estructura pública de este país en función de las personas, de sus habitantes, seguiremos endeudándonos y gravando irresponsablemente las condiciones de vida de las futuras generaciones. Algo que no es baladí y que debiera estar en el frontispicio de las decisiones públicas que se adoptan en esta materia.
 
Las cosas deben cambiar, y mucho, en todos los sentidos. No se trata de reformas puntuales o parciales. Si queremos legar a las nuevas generaciones un futuro esperanzador, es menester trabajar sobre las causas de tan profundo desaguisado. Y eso exige, qué le vamos a hacer, un drástico e inédito recorte de las estructuras públicas para redefinirlas en función de las verdaderas necesidades generales de los ciudadanos. No se trata, ni mucho menos, de acabar con las Autonomías. Más bien, se trata de diseñar un nuevo esquema organizativo público del Estado y de los Entes autonómicos diseñado en función de las necesidades de las personas, no de las apetencias de poder y supervivencia de esa legión de adeptos y afines que viven, algunos opíparamente, del presupuesto público.
 
En esta materia,  grave y delicada donde las haya, pues se decide sobre el dinero que los españoles entregamos vía impuestos para que se destine al servicio objetivo del interés general, debiera ponderarse si la ciudadanía está de acuerdo en que se graven de tal manera las condiciones de vida de las futuras generaciones. Es el mismo caso que el del destino de miles de millones de euros para salvar el sistema financiero. ¿Por qué a los españoles no se nos consultan este tipo de decisiones que tanto inciden en nuestras condiciones de vida?. ¿Por qué se maneja el dinero público sin tener en cuenta la opinión de sus verdaderos dueños?.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es