El derecho fundamental de todo ciudadano europeo a la buena administración público, recogido en el artículo 41 dela Carta de los derechos Fundamentales de la Unión Europea de 2000,  fue formulado para salir al paso de la denominada, por el Defensor del Pueblo Europeo, mala administración pública. Mala administración que viene caracterizando desde hace unos años a numerosas administraciones públicas y gobiernos del área europea.
En efecto, la conformación como derecho fundamental de la buena administración pública es una relevante manera de subrayar el papel central del ciudadano en todo lo referente al manejo y conducción de los asuntos relativos al interés general. Tal derecho es configurado por la Carta Europea en atención a la equidad, a la imparcialidad, a la responsabilidad,  a la transparencia y al plazo razonable en la resolución de los expedientes. Por tanto, la administración parcial, inequitativa, opaca, irresponsable  y lenta es, a tenor de lo consignado en este precepto de la Carta, mala administración.
En este sentido es lógico que la negligencia en el manejo de los fondos públicos tenga efectos más allá de la responsabilidad política. Que el reproche sea penal o administrativo dependerá seguramente de la relevancia y magnitud del ilícito cometido. La cuestión reside en que estas conductas no queden impunes y que los gestores públicos realicen su trabajo con diligencia, conscientes de que los fondos públicos son de todos los ciudadanos, no recursos económicos sin dueño o, lo que sería peor, al servicio del gobierno de turno.
La mala administración, hoy en  el candelero por la alucinante carrera de negligencia e irresponsabilidad acontecida en los últimos tiempos, afecta también a la equidad y a la imparcialidad que deben presidir la actuación de los poderes públicos, sobre todo, de quienes los dirigen en cada momento. La equidad es una propiedad del buen gobierno, de la buena administración, que supone implantar cánones de exigente justicia en la toma de decisiones. Por ejemplo, cargar el peso de la crisis económica sobre los más débiles y los más pobres es una política pública inequitativa. En punto a la imparcialidad, es menester establecer reglas que impidan los conflictos de interés por pequeños que sean.
Por lo que se refiere a la transparencia y al acceso a la información de interés general es menester exigir estas propiedades a todas aquellas instituciones que manejen fondos del común, incluidos sindicatos, partidos y patronales, así como concesionarios y ONG  que reciban por algún concepto recursos públicos. Mientras se tolere o permita la opacidad, la oscuridad, la sombra o la ambigüedad en estas cuestiones, la calidad de la vida democrática seguirá siendo la que todos conocemos.
España por fin desde diciembre del año pasado tiene una ley, la número 99 del mundo “mundial” sobre transparencia y acceso a la información pública. Sin embargo, a pesar de ser  una de las últimas en promulgarse, en el ranking que elaboran Access Info Europa  y el Centro Canadiense de la Ley y la Democracia, nuestra ley ocupa el puesto 64 de entre el total de normas aprobadas en la materia. Los países que están a la cabeza disponen de Comisiones de Transparencia independientes que, por ello, han podido abrir los archivos de las cuestiones más polémicas. En Eslovenia tuvo que dimitir un ministro de interior y en Inglaterra permitió conocer los polémicos gastos de los diputados.
En estos pagos está por ver si el Consejo de Transparencia es independiente o doméstico. Entonces, si de verdad se puede acceder a la información pública de manera completa y veraz, ocuparemos una posición destacada en el ranking. Pero si, como suele acontecer, la regla general de la máxima publicidad se convierte en excepción y el poder político maneja a su antojo al Consejo, de nada habrá servido la Ley. De nada.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es