Adolfo Suárez acaba de fallecer. Una página de la historia de España se cierra y otra, la de su legado político, se abre. El hombre al que, en buena medida, debemos que nuestro país transitara, a fines de los años setenta del siglo pasado, a la democracia sin derramamiento de sangre, ha muerto acompañado del cariño de su familia y del reconocimiento del pueblo español, a quien con tanto interés y sacrificio sirvió durante los difíciles años en que le correspondió pilotar la nave del Estado. El hecho de que todos, amigos y adversarios políticos, reconozcan su tarea política refleja a las claras su categoría política y moral y la actualidad de los postulados que inspiraron su trabajo de tantos años.
A finales de los noventa del siglo pasado tuve el honor de mantener con él una serie de charlas acerca de un asunto que por entonces centraba mi atención intelectual: el espacio del centro político. En efecto, en aquellos años de 1997 a 2000, tuve la fortuna de mantener con Adolfo Suárez una serie de conversaciones que fraguaron más adelante, en 2001, en un libro titulado el espacio de centro que él mismo quiso prologar con sus reflexiones personales acerca del sentido de las políticas de sus gobiernos a finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. De esas amenas charlas con una persona que fue víctima de la incomprensión de los suyos saqué la idea clara de que la política es una actividad que requiere una dosis intensa de compromiso y determinación, una capacidad creciente para pensar en los problemas del pueblo y una permanente disposición al acuerdo y al entendimiento para ofrecer a los ciudadanos políticas que mejoren sus condiciones de vida. Como tantas otras personas que lo trataron, pude apreciar la afabilidad, la cordialidad y la cercanía de un hombre que, todavía en aquellos años, seguía ejercitando sus condiciones políticas en un sinfín de juegos de estrategia que le permitían mantener despiertas sus muchas y muy buenas cualidades públicas. Por aquel entonces comprendí, además, que los grandes de verdad, quienes se entregan en serio y de verdad a una buena causa, la suya fundamentalmente fue la de la concordia y el diálogo entre los españoles, suelen ser distinguidos en vida con una cierta soledad y con una cierta incomprensión.
En ese tiempo en que aproveché para charlar con Adolfo Suárez en su despacho de la madrileña calle Maura acerca de lo que entendía por el centro político, me percaté de algo que también comparto: el centro es un espacio político en el que prima la mente abierta, el entendimiento y la sensibilidad social, en un marco de racionalidad que hunde sus raíces en la realidad y que busca por encima de todo que brille con luz propia la dignidad del ser humano.
Una de las convicciones de Adolfo Suárez que más me llamó la atención durante aquellas largas conversaciones fue precisamente la relevancia que daba a la necesidad de encontrar espacios de entendimiento real entre los partidos y, sobre todo, entre sus líderes. Algo que, como es bien sabido, caracteriza las políticas porque la búsqueda de acuerdos es un medio para la mejora de las condiciones de vida del pueblo, no un fin o una táctica para desgastar al contrario, o una escaramuza para el engaño o el cálculo astuto que lleva a estar siempre en el vértice. Hoy, la ausencia de acuerdos y la persecución del poder para su ocupación y consiguiente mantenimiento y conservación al precio que sea, revelan la actualidad del legado político deAdolfo Suárez y reclaman la necesidad de nuevas políticas, de nuevos planteamientos que partan de perspectivas menos extremas, más cercanas a la realidad, más comprometidas con la dignidad del ser humano, más abiertas, más plurales. Adolfo Suárez es una persona única, irrepetible, a quien los españoles debemos estar eternamente agradecidos. Conforme pase el tiempo su figura se irá agrandando más y más y se terminará por comprender cabalmente que sus políticas fueron las precisas en aquellos difíciles momentos.
Adolfo Suárez Illana, a quien tengo también el honor de conocer, ha cuidado, junto a su familia, de su padre como él lo hizo con su mujer y sus hijas durante sus largas y penosas enfermedades. Recuerdo haber coincidido con Adolfo Suárez padre en el aeropuerto de Barajas en aquellos años durante uno de sus entonces múltiples viajes a la clínica universitaria de la Universidad de Navarra para visitar a su mujer y a su hija y de nuevo comprobé su temple y compromiso familiar en tan duros momentos.
En fin, se nos ha ido a dónde el quería y ya está en las mejores Manos. Se ha ido un hombre que quiso dar lo mejor de su vida a los españoles, un hombre que no regateó ningún esfuerzo para contribuir a acercar las dos Españas. En parte, en gran parte, lo consiguió. Hoy y ahora, abrir puertas y cerrar heridas sigue siendo una cualidad fundamental que desemboca en ese entendimiento, concordia y reconciliación qu él encarnó de forma admirable. Por eso tantos españoles deseamos que la moderación, el compromiso con los derechos fundamentales de todos los ciudadanos y la búsqueda de acuerdos vuelvan a la escena de la política española. Por eso, Adolfo Suárez es una referencia imprescindible entre nosotros y por eso ocupa por derecho propio un lugar central en la Historia de España y en el corazón de tantos millones de españoles.
Jaime Rodríguez-Arana
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y autor del libro, prologado por Adolfo Suárez, el espacio del centro.
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