Las recientes manifestaciones del jefe del gobierno catalán acerca de la independencia de Cataluña vuelven a poner sobre el tapete la cuestión de las autonomías en nuestro país. Pues bien, al abordar la cuestión de la articulación territorial de España desde los presupuestos del centro, es preciso poner en ejercicio las cualidades que definen este espacio político. Como en otros temas sujetos a confrontación, en esta cuestión se pone de relieve, quizás  mejor que en otros temas, qué significa, desde nuestra perspectiva, el centro político.
 
En primer lugar, el espacio del centro hace referencia al sentido realista, que exige un esfuerzo de aproximación a la realidad y de apreciarla en su complejidad. No es que tal aproximación resulte fácil, o que lo encontrado en ella sea indiscutible, pero sin entrar en el debate de fondo sobre las posibilidades del conocimiento humano, digamos que es necesario ese esfuerzo de objetividad, que no puede ser afrontado sin una mentalidad abierta. La mentalidad abierta, la ausencia de dogmatismos, es necesaria no sólo para comprender la realidad, es imprescindible para comprender también que puede ser entendida por diversos sujetos de formas diversas, y que esas diversas aproximaciones forman también parte de la realidad. La complejidad de lo real y su dinamismo deben ser abordados con una actitud adecuada, que en ningún caso pretenda negarla, y que integre igualmente su complejidad, viendo como compatibles todos sus componentes, y su dinamismo.
 
La realidad plural de España es aceptada por todos prácticamente. Ni desde los esquemas más ultramontanos del unitarismo español deja de reconocerse, con fórmulas más o menos pintorescas, la realidad diversa de los pueblos y regiones de España. Pero desde ese planteamiento, tal variedad se aprecia como un adorno, o un accidente, de la unidad esencial española, como una entidad superficial, casi folklórica, podríamos decir, que no haría en todo caso más que resaltar el esplendor de lo que tenemos en común, que sería lo verdaderamente importante. Cuántas veces, en cuántas ocasiones, hemos escuchado retóricas exaltaciones de las literaturas o de las lenguas llamadas regionales, pongamos por caso, como apéndices o curiosas peculiaridades de una realidad cultural española –de fundamento castellano- supuestamente sustantiva y a la que aquellas otras se considera subordinadas. Y además, ante esas identidades culturales que se ven como secundarias o subordinadas, se manifiestan a continuación

 
suspicacias contumaces cuando de ellas se quiere hacer un uso normal en todos los ámbitos de la vida y la actividad pública.
 
Por eso el acuerdo y mandato constitucional relativo a la defensa de la identidad cultural y política de los pueblos de España, o, por decirlo de un modo más amplio, la estructuración autonómica de España, me parece uno de los aciertos más importantes de nuestros constituyentes, aunque en su plasmación o en su aplicación puedan haberse producido abusos de uno u otro signo, desviaciones, retrasos, precipitaciones, vacíos… Y también, por eso, porque responde a una realidad, y además una realidad que juzgo positiva, por cuanto realmente –no retóricamente- nos enriquece a todos, es por lo que desde el centro, no puede caber una actitud que no sea de apoyo y potenciación para esas culturas, lejos de los que sienten nostalgia de un integrismo uniformante o de los que propugnan particularismos que consideramos excesivos.
 
Así, por ejemplo, por muy conflictiva o problemática que pueda parecer a muchos la pluralidad cultural de España, en absoluto, desde el espacio del centro, se puede mirar con nostalgia o como un proyecto de futuro una España culturalmente uniforme, monolingüe, por ejemplo, sino más bien tal cosa debe ser vista como una pérdida irreparable, y, expresado positivamente, debemos afirmar que no sólo deseamos sino que apostamos por unas lenguas vasca, catalana, gallega o valenciana, pujantes y vigorosas y conformadoras del sentir de cada uno de las comunidades que la hablan a la vez que se garantiza, sólo faltaría, la lengua española, que es la de todos y cada uno de los ciudadanos, la común. Para ser más claro: para mi la mejor forma de ser plenamente español es ser plenamente gallego.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana. Catedrático de Derecho Administrativo. jra@udc.es