La crisis económica y financiera que recorre el mundo es la expresión de una honda y profunda crisis moral que afecta al orden político, social y económico. No estamos en presencia de un fenómeno puntual. Más bien, se trata de la manifestación, en todas sus dimensiones, de un cambio de ciclo, algunos hablan de la llegada de un nuevo paradigma, de esos que se producen cada muchos años. Las causas son complejas y están encadenadas. Es verdad. Pero sobre todas ellas, sobrevolando y trascendiéndolas todas se encuentra una de la que todas parten y a la que todas conducen. Me refiero, claro está, a la idea, tan del gusto del pensamiento dominante y de continuo ejercicio por los líderes del presente, de que el fin justifica los medios.
 
Esta sencilla realidad, tan antigua como la misma existencia del ser humano, ha provocado en el mundo financiero y económico grandes catástrofes, también, por supuesto, en el plano político así como, por supuesto, en la dimensión  social. Lo único importante es el beneficio. La maximización del beneficio en el más breve plazo de tiempo posible es el fin de la actividad de las empresas e instituciones financieras. El lucro, que es toda ganancia obtenida sin contraprestación, sube a los altares del “orden” económico y financiero y todo lo empapa, todo lo preside. A partir de ahí, todo es posible. Operaciones virtuales de ingeniería financiera, estafas, timos, engaños, bonus desproporcionados, lo que ustedes quieran.  En el plano político, a pesar de que no es políticamente correcto señalarlo, sigue, y de qué manera, el clientelismo y los partidos más que convencer a las personas, buscan a toda costa el voto, importando menos, o nada, las ideas de cada persona. Lo determinante, lo único importante, es que el día de la votación metan la papeleta correspondiente en la urna.
 
Por otra parte, el control y la regulación, actividad propia donde las haya, de los poderes públicos, sigue sin funcionar adecuadamente a causa de la sumisión al poder ejecutivo de todos los entes de control. Tenemos infinitos sistemas y procedimientos de control, muchos controles, pero en verdad no hay control. En materia de regulación, el problema no es de mala o nula aplicación de la normativa. En ocasiones, las menos, es posible que la sofisticación de los productos financieros haya podido escapar de los a veces obsoletos sistemas y metodologías administrativas. Pero, en la mayoría de los casos, nos encontramos antes fallos humanos a causa de la caída en las más antiguas tentaciones a que está sometido el ser humano. Eso es, con otras palabras más políticamente correctas, lo que han concluido prestigiosos informes de organizaciones públicas del país más poderoso del globo. Por ejemplo, el del congreso de los EEUU, cuya lectura recomiendo y que, sorprendentemente, por aquí ha pasado sin pena ni gloria.
 
En el ámbito de la conducción política encontramos más de lo mismo. Líderes sin sustancia obsesionados con encaramarse comos sea al poder. Para ellos lo fundamental es conseguir el mayor número de votos, importando menos, o nada, las fórmulas o procedimientos empleados.
 
Pues bien, en este marco, varios de los más importantes periódicos europeos: the guardian, der spiegel, le monde, el país y gazeta wyborcza, pusieron en marcha hace ya algún tiempo, una serie documental para tratar acerca de las claves políticas, sociales, culturales y económicas del viejo continente. Una iniciativa bien relevante en los tiempos que corren y que ayuda, de alguna manera, a comprender la profunda magnitud de la crisis global que asola el mundo. En otros datos que sobresalen de estos análisis y sondeos, uno sobresale entre todos los demás: sólo el 14% de los europeos conserva alguna esperanza de que los gobiernos puedan resolver la crisis económica y financiera. Es más, en España un 78% piensa que el gobierno ha gastado demasiado dinero en la crisis. En Francia el 84 % de los consultados cree que el gobierno ha derrochado fondos públicos en el rescate financiero.
 
El recelo hacia los políticos, según estas encuestas, alcanza incluso a los que están en la oposición. El 90% de los europeos entrevistados no confía mucho o nada en que los políticos de cada uno de los países actúen con honestidad e integridad. Incluso, esto si que es grave de verdad, un 47% considera que la economía estará peor o mucho peor el próximo año.
 
El problema del desprestigio de la dirigencia política, que no de la política como actividad de rectoría del espacio público con el fin de mejorar las condiciones de vida de los habitantes atendiendo adecuadamente las necesidades colectivas del pueblo, es, desde luego un gran problema. El último barómetro del CIS lo sigue constatando. Y, sin embargo, las cosas siguen igual. Las tecnoestructuras de los partidos viven al margen de la realidad. Las listas electorales siguen sin abrirse. Las camarillas y gabinetes se mantienen y, lo que es más grave, el debate desaparece y emerge esa terrible máxima: quien se mueve no sale en la foto.
 
En este contexto de aguda y grave crisis moral, lo que necesitamos es cambiar los pilares, los basamentos del orden político, social y económico. Y para eso es menester que los estadistas y personas de altura de miras estén en el primer plano de la responsabilidad pública. Algo que hoy brilla por su ausencia y que está en la base de la crisis, sin precedentes, de liderazgo que caracteriza el mundo occidental. Esperemos que por poco tiempo.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es