No hay que ser un lince para comprender el alcance de la ecuación corrupción-desafección. Cuando el gobierno en el sector público, y también en el privado, se conduce con arreglo a exigentes parámetros materiales de ética, el grado de confianza y fiabilidad en las instituciones y corporaciones crece. Y cuándo, como es el caso, la corrupción, especialmente la de naturaleza pública, campa a sus anchas, el grado de desafección sube como la espuma.
La corrupción preocupa, es lógico,  a los dirigentes europeos y por eso publicaron en el pasado mes de marzo un demoledor informe que para el caso español resulta especialmente preocupante. ¿Qué se puede esperar de un país en el que, con razón o sin ella, la población piensa en su inmensa mayoría, nada menos que hasta el 95%, que la corrupción pública es general?. Transparencia Internacional acaba de publicar su informe de este año y de su contenido se deduce que aunque no es sistémica entre nosotros, en el marco de la actividad pública, especialmente en contratos, urbanismo y financiación de partidos, está generalizada.
Pues bien, si la situación, como parece, fuera tan preocupante, los principales dirigentes sociales, políticos y culturales  deberían sentarse y hablar en profundidad de la situación para preparar cambios sustanciales en la ordenación de la política y de la economía. Unas transformaciones que deberían ser adecuadas a la magnitud del problema. Un problema que va a más y que lamentablemente hasta el momento no ha sido capaz de movilizar a los responsables acordar medidas proporcionadas al calibre de la situación en la que vivimos. No precisamos, en este momento, leves retoques sino un cambio en profundidad de instituciones, de mentalidades y actitudes.
Así las cosas, es lógico que la ciudadanía de las espalda a las instituciones que considera más desprestigiadas así como a las personas que las lideran. El grado de conquista ideológica y partidaria de las instituciones clama al cielo, como el sinnúmero de agentes y operadores políticos colocados sin rubor hasta la última de las más elementales instituciones del entramado social. Una realidad impotente y sin recursos cívicos que es administrada sin el menor problema por estos pastores especialistas en manipulación y control social que no tienen recato alguno en domesticar todo cuanto control independiente pueda existir.
La  antigua Comisaria de Interior de la UE, la sueca Cecilia Malmstrom, responsable del  informe sobre la corrupción en Europa publicado en marzo de 2014, señalaba por entonces  s que la corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de derecho, causa daños a la economía europea y priva a los Estados de unos ingresos que les son muy necesarios. ¿Qué serían las políticas sociales sin por ejemplo en España si se dispusiera de los 40.000 millones de euros, que según cifran algunos estudios, es el coste de la corrupción entre nosotros?. ¿No se podría, de verdad, con semejante suma de dinero, contribuir a paliar los daños que los ajustes y los recortes  están ocasionando a los más pobres, a los más indefensos?. Pues bien,  a pesar del sufrimiento de tantos millones de ciudadanos, según el informe de la Unión Europea de marzo de 2014, se calcula que los corruptos se llevan el 25% de la contratación pública.  Así, claro, se explica que tanta gente desconfíe de los que mandan en la actualidad y busque en otros caladeros, o al margen del sistema,  soluciones a sus graves problemas.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es