El dilema entre libertad y seguridad,  entre seguridad y libertad, está a la orden del día. Y, en tal tensión, hoy parece que las libertades ceden o quedan en peor posición que la actividad de vigilancia o control. El terrorismo y la delincuencia organizada, cada vez más presentes en tantas latitudes del globo, aconsejan, es verdad, que la denominada actividad de orden público cobre mayor intensidad. Pero eso, que es una exigencia para que las personas podamos ejercer en paz nuestras libertades no puede justificar, de ninguna manera, que cada vez la intimidad de las personas esté cada vez más inerme, también ante el sector privado.
 
En efecto, las continuas y permanentes apelaciones a la seguridad y a la eficacia para proteger de la delincuencia y el terrorismo a los ciudadanos han desembocado en un fuerte dispositivo burocrático a partir del cual se limitan y restringen, a veces injustificadamente, las libertades humanas. Claro que la denominada actividad administrativa de policía puede ser, en determinados momentos, más necesaria. Pero incluso en tales ocasiones la actividad de gestión del orden público no puede dejar desprotegida la intimidad o la libertad de las personas. El dilema seguridad-libertad, hoy por ejemplo bien presente,  no puede solucionarse  con recortes generalizados y masivos de las libertades, sino con intervenciones puntuales en los derechos de las personas, justificados y basados en argumentaciones racionales vinculadas al interés general. Intervenciones que cuándo cesan las causas que las motivaron, han de desaparecer sin más.
 
En este contexto, los medios de comunicación publican estos días que una ley a propuesta del gobierno de turno pretende obviar la autorización judicial en los casos urgentes. Es decir, que la policía pueda pinchar teléfonos u otras comunicaciones cuándo por razones de urgencia tal medida resulte necesaria. En principio, tal propuesta sin más es censurable puesto que la policía en un Estado de Derecho no puede operar, no debe, con medidas en blanco. Si, por ejemplo, en tales casos la policía concreta las razones de la urgencia y a posteriori un juez  siempre revisa jurídicamente tal decisión, entonces las cosas serían de otro modo.
 
En un Estado de Derecho las técnicas de restricción o de limitación de as libertades deben estar amparadas en la ley y, sobre todo, operar en el mundo de lo concreto. Por eso quienes, conocen bien la actividad de limitación que realizan las Administraciones públicas en la esfera jurídica de los particulares, saben que solo son admisibles intervenciones concretas y siempre justificadas. Si quien pretende intervenir las comunicaciones de una persona por razones de urgencia es una Autoridad pública, sabe que después, siempre y en todo caso, un juez o Autoridad independiente va a revisar las razones de la urgencia, es probable que se actúe con sentido de la proporción. Si, por el contrario, la interpretación de la urgencia queda a su libre albedrío o al del superior jerárquico sin más, entonces de nuevo estaremos, o volveremos, al  Estado policía.
 
El problema está en adoptar con inteligencia y sentido de la proporción medidas de seguridad que no debiliten la posición central del ciudadano. Es difícil ciertamente. Pero hoy es exigible que la libertad no se subordine a la seguridad o a la eficacia pues entonces estaremos perfectamente instalados en un Estado policial en el que el comercio y distribución clandestina de esos datos puede dar lugar a un orwelliano mundo de manipulación y control social de dimensiones incalculables.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.