El tránsito de las dictaduras del Norte de África a regímenes democráticos, al menos formalmente, constituye un claro ejemplo de que es posible superar los sistemas autoritarios. Sin embargo, aunque el régimen de Mubarak cayó, el futuro de Egipto es, a día de hoy, incierto a causa del poder que se reservaron los militares, todavía reacios al pluralismo. Es sabido que dejaron fuera del proceso de elaboración de la nueva Constitución a determinadas colectividades y que no han ocultado su simpatía a otros colectivos. Estos días se cumple justo un año de las primeras manifestaciones en el país y las cosas no es que avancen a la velocidad esperada. Más bien, el estamento militar, acostumbrado al mando en los años de Mubarak, imprime un ritmo a los cambios que deja mucho que desear y que a día de hoy tiene exasperada a buena parte de la juventud que se jugó la vida para reclamar la caída del tirano. Por el momento, el único gesto realizado por los militares ha sido el de la supresión, ya era hora, de un Estado de sitio que se remonta treinta años atrás.
Es verdad que la metodología de la resistencia pacífica ha rendido importantes réditos en las revoluciones de la primavera pasada en el Norte de Europa. Pero también es verdad que una vez conseguido el derrocamiento del dictador o del tirano, es menester asegurar que la transición va a ser dirigida desde parámetros democráticos por personas con un compromiso con la libertad y la tolerancia digno de la mejor causa. En Egipto, el ritmo emprendido para afrontar los cambios reclamados en la calle por la ciudadanía deja mucho que desear, así como la forma en la que se está conduciendo desde entonces el ejercicio de la dirección política. En cualquier caso, el desencanto reinante en este momento no puede hacer olvidar que la metodología de la resistencia pacífica ha dado muy buenos resultados en general.
El camino a la libertad no está exento de obstáculos y dificultades. Nunca lo ha estado y así sigue siendo. Que se lo pregunten, por ejemplo, a los miles de manifestantes que se congregaron durante días y noches en la plaza de Tahir de El Cairo, o que se lo comenten a los pobres sirios que son perseguidos y asesinados implacablemente por un régimen que ha decidido emplear la fuerza para aplastar las manifestaciones que reclaman libertad y democracia. El éxito de los movimientos pro democracia en Tunez, Egipto o Yemén nos enseña que con inteligencia y de forma organizada se pueden aglutinar mayorías relevantes dispuestas a reclamar pacíficamente cambios políticos que den al traste con los autoritarismos. El papel de las redes sociales ha sido fundamental, aunque también han jugado sus bazas determinadas estrategias diseñadas para terminar con sistemas totalitarios a partir de metodologías inspiradas en la resistencia pacífica, en la resistencia no violenta.
En efecto, la resistencia pacífica, la que no actúa en el marco de la violencia sino socavando y horadando las dictaduras a través de programas pacíficos de acción a largo plazo que se ejecutan sobre las debilidades de las dictaduras, es muy efectiva y puede terminar por una sustitución incruenta del totalitarismo en la democracia. Estos métodos, inspirados en buena medida en el libro de Gene Sherp, profesor emérito de la Universidad Dartmouth en los Estados Unidos de América, titulado “De la dictadura a la democracia” fueron ensayados en la resistencia contra Milosevic en el 2000, en la revolución naranja de Ucrania de 2004 y más recientemente en la revolución de la plaza de Tahir en Egipto.
En esencia, estos métodos tratan de atacar el principal punto de apoyo de las dictaduras: la colaboración pasiva de los ciudadanos. En cuanto el pueblo cae en la cuenta de su posición y del sentido de la dominación del dictador o de la cúpula, está ya en condiciones de seguir un plan organizado y no violento que acabe con el régimen. Para ello es menester, dice Sherp, actuar sectorialmente haciendo patente la desidia del régimen ante los problemas reales de la ciudadanía. En estos casos, la creciente ideologización y propaganda que caracteriza a estos regímenes unida a la gran burocracia levantada para el control social termina por caer en no mucho tiempo cuándo la población sale pacíficamente a la calle y demuestra el desprestigio en que ha incurrido el sistema establecido.
El problema se presenta cuándo hay que redactar la Constitución y convocar las primeras elecciones. Entonces se ve, y se comprueba, si la pluralidad, los derechos fundamentales de las personas y otros elementos centrales de la democracia y del Estado de Derecho están en la agenda política. En Egipto, por lo pronto, los militares siguen en el poder y han excluido de la redacción de la Constitución a determinados colectivos bien conocidos. El tránsito de la dictadura es hacia la democracia, no hacia nuevos esquemas autoritarios. Los mártires de la libertad no dieron su vida para un cambio de nomenclatura. Las rebeliones se plantearon para que se instaure un régimen abierto, un sistema democrático en el que brille con luz propia la dignidad del ser humano, de toda persona. Por una razón básica: en el Estado de Derecho, condición imprescindible para la existencia de una democracia material, la dignidad del ser humano se levanta como valladar inexpugnable frente al poder. Es más, la dignidad del ser humano se erige en el principal patrón de legitimidad del gobierno. Algo que todavía, por lo que conocemos, no ha llegado a Egipto. Esperemos, pues, que al año de las rebeliones a favor de la libertad y la tolerancia, los egipcios, que bien se lo merecen, puedan disfrutar de esa democracia por la que han batallado pacíficamente hace un año.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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