La educación cívica, la transmisión de conocimientos a los ciudadanos sobre los principios que han de regir el comportamiento de las personas en relación con el Estado, con la sociedad y con los demás miembros de la comunidad es algo saludable, recomendable para la armonía y la convivencia pacífica de los ciudadanos y de los pueblos. Que se trate sobre las funciones del poder público, sobre el respeto a la ley justa, sobre el pluralismo, sobre la centralidad de las libertades y sobre la capitalidad de la dignidad del ser humano es algo positivo para el recto entendimiento de los valores democráticos. Que se insista en la participación ciudadana, en los valores y principios constitucionales es algo razonable que no debería ser objeto de polémica. Sobre todo porque el Estado de Derecho, siempre perfectible y mejorable por supuesto, es la matriz cultural y política que caracteriza indeleblemente la identidad europea y el sentido y misión de un continente que se ha caracterizado por una constante lucha por la libertad solidaria.

 
Según nuestra Constitución, los derechos fundamentales de la persona son los fundamentos del orden público y la paz social, el poder público es una institución para el servicio objetivo del interés general y el pluralismo, la seguridad o la libertad, son principios superiores del Ordenamiento jurídico. Si esto es así, como parece, lo lógico es que la asignatura que se acaba de anunciar, Educación Cívica y Constitucional, se refiera, y no es poco, a dotar de contenido dichos criterios generales de la comunidad política con la finalidad de subrayar la relevancia de la construcción del espacio público desde el respeto a las diferentes opciones que están presentes en una sociedad libre como la nuestra.
 
Por eso, que sinrazón, que desatino, que ejercicio de pensamiento único supuso la asignatura Educación para la ciudadanía tal y como se perfiló por el anterior Gobierno. Una asignatura en la, por sorprendente que parezca, máxime en los tiempos en que vivimos, nos tropezamos con asuntos en los que el ministerio de educación adoptó una posición unilateral desde la que se prejuzgaban materias tan importantes para la conciencia moral de las personas como las que hacen referencia al concepto del matrimonio o a las relaciones sexuales. Cuestiones que no competen al Estado sino quela propia Constitución, en la medida en que son asuntos que pertenecen al mundo de las convicciones, dispone, como es lógico, que se planteen en el marco de la libertad educativa, no en el contexto del adoctrinamiento oficial. Si el Estado asumiera imperativamente el papel que corresponde a los padres en la tarea educativa, se estaría conculcando una de las principales libertades del ser humano que tiene, insisto, rango constitucional puesto que no es el Estado quien debe decidir lo que es bueno o malo para cada ciudadano sino que es cada persona quien, en el ejercicio de su libertad ideológica, también de relevancia constitucional, ha de juzgar lo que le parezca adecuado de acuerdo con los principios o criterios que haya elegido para su vida.
 
En el fondo de la polémica suscitada nos encontramos con una perspectiva ideológica sumamente peligrosa desde la que se pretendía educar a los jóvenes: el pensamiento único. Zapatero y su Gobierno estaban imbuidos de una peculiar misión por adoctrinar a nuestra juventud en unos contenidos que abogaban por un esquema cultural en el que la ley se desconecta de la verdad, en la que se intentaba, por la vía del control y la manipulación, vaciar de contenido, esto era lo manifiestamente censurable, los propios valores y principios constitucionales.
 
Afortunadamente, las elecciones generales han liquidado el intento de orientar las conciencias morales de los estudiantes para que desapareciera cualquier atisbo de reflexión crítica con la pretensión de construir ciudadanos en serie al servicio  de los dictados del más rancio relativismo. ¿Por qué, podríamos preguntarnos, también en esta materia, no se respetaron las legítimas convicciones de las personas  inculcando una determinada manera de comprender y entender los asuntos que pertenecen a la conciencia moral de los ciudadanos?.
 
Insisto, la educación cívica, que es un conjunto de conocimientos dirigido a subrayar el papel del Estado, la función de la sociedad, los deberes y derechos cívicos, algunos quisieron convertirla, sin más, en una forma de imponer una ideología que se puede denominar consumismo insolidario. Afortunadamente, el nuevo ministro del ramo ha señalado, con una claridad pasmosa, que se termina el adoctrinamiento. Ya era hora.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es