El 24-M ha confirmado que la vieja política, al menos en las formas, métodos y procedimientos, está agotada. Afortunadamente, esa manera de entender el poder en clave de dominación y exclusión tiene sus días contados. En buena medida, la emergencia de los nuevos partidos se debe, es lógico, a la cerrazón de las formaciones tradicionales, controladas y dirigidas por férreas nomenclaturas concentradas a veces hasta el paroxismo en la tarea del mantenimiento y conservación del poder  como sea. Mientras, la indignación ante políticas tecnoestructurales, sin alma, ha sido creciente y de esos polvos estos lodos.
 
En efecto, la profunda crisis que atraviesa la forma en que nuestros políticos de toda la vida entienden últimamente la democracia representativa conduce, de una u otra manera, a que la indignación reinante reclame democracia real, auténtica, genuina. Una de las causas de la honda crisis en que se encuentra el sistema político reside en que el pueblo empieza a percibir que su protagonismo ha sido suplantado, de una u otra manera, por los dirigentes, por los profesionales del interés general. Un colectivo que con honrosas excepciones se ha creído dueño y soberano del poder y que podía manejarlo como le viniera en gana. Como se consideraban los titulares, los propietarios del poder, así razonan erróneamente, manejaron los fondos públicos sin conciencia de quienes son sus legítimos propietarios –los ciudadanos- llegando a cotas de corrupción y despilfarro sin precedentes. Ahora, tras el 24-M una parte relevante de este colectivo tendrá que hacer las maletas y dedicarse, si pueden y saben, a otras tareas.
 
Efectivamente, la escasa relación, por no escribir nula vinculación, que existe en general entre el pueblo y sus representantes, justifica, en gran medida, que la petición de democracia real se sustancie por el camino de las fórmulas de democracia de directa más conocidas: referéndums, iniciativas populares y consultas. Si las Cortes Generales y las Asambleas Legislativas autonómicas hubieran propiciado y fomentado esquemas institucionales de relación y vinculación entre elegidos y electores, probablemente el distanciamiento y desafección dominante no hubiera alcanzado la dimensión que hoy tienen. Por eso hoy, ante la ausencia de reformas en la materia, tendrán que llegar cambios como las listas abiertas, la obligación de los diputados, en general de los cargos electos, de atender a los electores en sus circunscripciones o incluso la convocatoria de referéndums cuando se trate de la adopción de medias de obvio interés general.
 
La condición de convidado de piedra que caracteriza, que ha caracterizado, con alguna excepción, la posición del pueblo soberano no es de recibo. La necesidad de que el pueblo opine, al menos en los asuntos de mayor enjundia, en asuntos que afectan a sus condiciones de vida, es cada vez más urgente. No puede ser, de ninguna manera, que se tomen decisiones que afectan seriamente a las condiciones de vida de los ciudadanos sin consulta previa, sin conocer la opinión ciudadana. Menos todavía, no debería salir gratis que se tomen ciertas medidas que castigan claramente y sin paliativos a las llamadas clases medias de nuestra sociedad como consecuencia de la negligencia y la incapacidad de manejar adecuadamente una situación de crisis económica y financiera.
 
La democracia representativa debe ser renovada, repensada, replanteada de acuerdo con su prístino sentido. Las listas abiertas deben abrirse camino, así como las primarias y demás fórmulas que garanticen que la democracia sea una real realidad en la organización y funcionamiento de los partidos. No es que los referéndums, consultas o iniciativas populares sustituyan totalmente al sistema representativo. Deben tener su espacio de forma equilibrada. Que no haya sido así se debe al profundo aislamiento de las cúpulas partidarias que prefieren su reinado y su primado, casi absoluto, al de la ciudadanía, al de quien es el verdadero soberano.
 
Es muy sencillo lo que está pasando. Quien es administrador o gestor de los asuntos de interés general ha pensado que podía adquirir la condición de dueño y señor. Para ello ha ideado un complejo argot y un sofisticado universo de especialistas en el manejo y conducción del interés general convenciendo al pueblo de que los asuntos de la comunidad están en las mejores manos y que no debía preocuparse lo más mínimo. Mientras tanto, desde las terminales mediáticas de la tecnoestructura se procede a una sutil y constante operación de control social a partir de las más variadas, y eficaces, formas de consumismo insolidario. Durante unos años el juego ha dado resultado, pero cuando el proyecto choca con los bolsillos de la gente, empiezan los problemas. Unos problemas que han permitido que el pueblo, de una u otra manera, despierte de su letargo, tome conciencia de lo que está pasando y empiece a manifestar su indignación.
 
La actual indignación que reina en una gran mayoría de la población, ya canalizada en las europeas y en las recientes locales y autonómicas, debería ser analizada y estudiada por los partidos tradicionales. El modelo de la democracia representativa entendido desde el pensamiento único e ideológico ha fracasado. No  queda más remedio que volver a democratizar el sistema político. Y, por supuesto, también el financiero. Para ello, hacen falta nuevos actores, y nuevas ideas, por supuesto. La tarea es urgente porque se empieza a intuir que algunos de los que prometieron gobernar con todos y para todos, empiezan a practicar, en algunos lugares de forma obvia y palmaria, políticas de incitación al odio, al rencor, políticas dirigidas a abrir heridas y cerrar puertas. Justo lo contrario de lo que se necesita, que es cordura, sentido común, respeto, mentalidad abierta buscando a través del entendimiento las mejores políticas para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. @jrodriguezarana