La Constitución de 1978 es uno de los monumentos jurídicos y políticos más relevantes de nuestra reciente historia. No sólo porque es nuestra Constitución más perdurable en el tiempo, lo que a juzgar por lo azarosa y movida de nuestra historia constitucional es bien relevante, sino porque ha permitido un largo período de paz y prosperidad, cerca ya de cuarenta años, en el que se han abierto espacios de libertad y solidaridad propicios para construir unas instituciones asentadas sobre el solar de la democracia.
 
La Constitución de 1978, lo sabemos bien, ni es sagrada ni es inmune a la reforma. Sobre todo porque, en sí misma, tiene el germen de su eventual revisión ya que las normas jurídico-políticas deben surgir de la vida misma, de la realidad, y ésta, que es cambiante por naturaleza, aconseja que en el tiempo la Norma Fundamental se oriente a dar un mayor y mejor contenido al modelo del Estado social y democrático de Derecho.
 
En efecto, todas las Constituciones, como es lógico, disponen de mecanismos de transformación dirigidos precisamente a asegurar que los principios y valores constitucionales se adecuen a la realidad y que permitan la constante mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Por eso, en el panorama comparado se registran  numerosas reformas o modificaciones de diferentes Cartas Magnas como la alemana, la francesa, la italiana, o entre otras, las enmiendas introducidas en la Constitución  de los Estados Unidos de América.
 
La Constitución no es sagrada, no es inmutable ni está diseñada para pervivir en el tiempo sin alteraciones, sean sustanciales, sean accidentales. Es el pacto en el que se sustenta la vida política de todos los españoles. Surgió de un gran acuerdo que es expresión de la generosidad y de la capacidad de entendimiento de personas de diferentes posiciones políticas que intuyeron y entendieron que era esencial para la convivencia pacífica la integración basada en el respeto a la identidad y a la diversidad individual y colectiva. La mentalidad abierta, la capacidad de entendimiento, la sensibilidad social y el compromiso para que en 1978 se abriera entre nosotros un espacio de libertad y solidaridad, explican que hace ya casi cuatro décadas se decidiera emprender un camino colectivo dirigido a hacer de nuestro país una democracia avanzada.
 
Desde 1978 hasta el presente  el debate sobre la reforma constitucional ha tenido, con o más menos intensidad, presencia entre los asuntos de Estado más relevantes. Durante estos años en ocasiones se han acercado las posiciones porque se comprueba que existen una serie de materias que reclaman la apertura del proceso de reforma. Desde la promulgación de nuestra Carta Magna hasta nuestros días se ha constatado en diferentes etapas la necesidad de reformar la Constitución precisamente para robustecer sus valores y objetivos adaptándola a nuevos desafíos y necesidades de diferente naturaleza y contenido.
 
En efecto, la cuestión territorial reclama nuevos planteamientos para encontrar nuevas soluciones a nuevas desafíos. Desde la reforma del Senado, la confirmación de la autonomía política de los Entes locales,  hasta una mejor regulación de las competencias de los diferentes niveles de gobierno pasando por la recepción de principios tan importantes como son los de cooperación y colaboración es posible encontrar, en el marco de los principios constitucionales (unidad, autonomía, solidaridad e integración), una mejor ubicación institucional de los diferentes gobiernos territoriales que componen España.
 
La dimensión social de los derechos fundamentales de la persona debe encontrar acomodo en la letra de la Constitución superando su actual configuración como principios rectores de la vida económica y social,  de forma que se contemple esta categoría central de la Carta Magna, los derechos fundamentales, desde una perspectiva abierta y complementaria que preserve la centralidad del ser humano y sus derechos inalienables. Los derechos sociales fundamentales deben tener encaje en la Constitución y deben disponer de los mismos mecanismos de protección que el resto de los derechos fundamentales.
 
El régimen general de partidos políticos, sindicatos y organizaciones representativas de intereses generales, igualmente,  demanda nuevos impulsos que precisen, a través de nuevas previsiones constitucionales, la esencia democrática de estas instituciones. La población en este punto lleva reclamando a través de diferentes sondeos y encuestas cambios urgentes que afecten a su transparencia y al fomento de la participación social.
 
Algunos aspectos del régimen general electoral son susceptibles, tras varias décadas de elecciones, de una mejor y más justa y equitativa  regulación que asegure mayores cotas de pluralismo político. Incluso se puede revisar la concepción de la circunscripción electoral así como otros elementos de nuestro sistema electoral, petrificado desde hace más de treinta años.
 
También la integración  de nuestro país en la Unión Europea aconseja que la Norma Fundamental regule determinados aspectos de esta histórica decisión política que en 1978 no se podían contemplar y que, sin embargo, ahora debieran tener rango y calibre constitucional.
 
Por supuesto, la igualdad entre hombre y mujer en la sucesión de la Corona debe reconocerse en la Constitución pues la discriminación existente no tiene justificación alguna en un mundo en el que afortunadamente la igualdad es una exigencia constitucional creciente. La supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono hoy no tiene sentido alguno.
 
También, entre otras materias susceptibles de revisión y reforma se encuentra la preservación de la independencia y autonomía en el Consejo General del Poder Judicial y en la Fiscalía General del Estado. En igual medida, debemos pensar en un nuevo sistema de elección de los miembros del Tribunal Constitucional que garantice la independencia y autonomía del supremo intérprete de la Constitución.
 
La arquitectura constitucional prevé expresamente su parcial modificación o reforma, así como su sustancial transformación, pues manifestación de la pervivencia dinámica de la Constitución es su capacidad de adaptarse a una realidad en permanente transformación. Por tanto, es lógico que periódicamente se revisen sus preceptos para comprobar si a su través se  cumplen los valores y objetivos constitucionales.
 
Como sabemos, los valores y objetivos constitucionales se encuentran expresamente establecidos en el preámbulo: “ La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de: garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo(…), consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la Ley como expresión de la voluntad general(…), proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, sus lenguas e instituciones(…), establecer una sociedad democrática avanzada (…) y colabora en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”.
 
La lectura  hoy, en 2015, del preámbulo de nuestra Carta Magna, es el mejor argumento para justificar la apertura de un proceso de reforma constitucional que dé respuesta a tantos desafíos e inquietudes como hoy preocupan a millones de ciudadanos de nuestro país. Que se encuentre el ambiente de acuerdo que precisan los cambios y transformaciones que se deben emprender, es una grave responsabilidad que han de asumir, escuchando la voz de la ciudadanía, quienes tras las próximas elecciones generales sean los representantes de la soberanía nacional.
 
En efecto, los objetivos propuestos en el preámbulo de nuestra Carta Magna justifican sobradamente los cambios que ahora se necesitan para revitalizar la Constitución. En este contexto, es menester  tener presente el ambiente que hizo posible la Constitución de 1978 que, en alguna medida, explica su vigencia jurídica y moral: el espíritu de entendimiento, de concordia, de respeto a las posiciones contrarias y, sobre todo, de tolerancia. Un ambiente en el que es posible seguir trabajando, con nuevos impulsos, para que nuestra democracia cada vez sea el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo. En 1978 se inició una senda de progreso y modernidad que se debe continuar  adaptando  la Carta Magna a nuevos enfoques y exigencias ciudadanas que afiancen el Estado social y democrático de Derecho en todas sus dimensiones y que facilite que la centralidad del ser humano y sus derechos fundamentales, individuales y sociales, sea de verdad el fundamento del orden político, económico y social.
 
Es menester que la dignidad del ser humano se convierta en el principal criterio jurídico del Estado social y democrático de Derecho y le levante, se yerga, omnipotente y todopoderosa ante los continuos embates de los poderes, políticos o financieros, por doblegarla y convertirla en moneda de cambio, en una cosa que se puede usar y tirar cuando no interese. La Constitución en sus principios y en sus fundamentos está más viva que nunca pero reclama nuevos desarrollos acordes con la centralidad de la persona y sus derechos fundamentales, los individuales y los sociales.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya. @jrodriguezarana