La crisis financiera que atravesamos ha vuelto a poner de relieve una de las principales características de la acción del Estado, de la misma esencia del poder público: el control. El Estado, bien lo sabemos, tiene como función esencial atender al bienestar integral del ser humano y, por ello, dispone de la función reguladora precisamente para promover la libertad solidaria de los ciudadanos. Esta relevante función se expresa a través del poder legislativo y del poder ejecutivo y administrativo, que son los poderes a quienes compete la actividad normativa. Actividad que debe estar subordinada al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuánto miembros de la comunidad. Y ese interés general en materia económica y financiera se encuentra en la preservación de la libertad solidaria. O, por mejor decir, en garantizar un mercado  racional, un mercado que funcione como medio, no como fin, un mercado con sensibilidad social, un mercado social, tal y como postularon en su día Von Hayek o Erhard entre otros destacados miembros de la teoría de la economía social de mercado. Es decir, la libertad económica precisa, para alcanzar su plena realización en el Estado social y democrático de derecho, de la acción de los poderes públicos. No para condicionarla sino para facilitar su razonable ejercicio. No para dirigirla, para facilitar que funcione con una autonomía racional y equilibrada.
 
En este marco, siguiendo a los viejos liberales europeos del siglo XIX sigue de actualidad una de sus máximas más conocidas: tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible. El mercado, pues, requiere regulación. Una regulación que lejos de anularlo o suplantarlo, debe posibilitar su funcionamiento razonable y justo. Algo que a todas luces ha fracasado en estos tiempos en los que el poder financiero se ha saltado  los controles en los Estados Unidos y ha contagiado al resto del mundo. Es decir, la regulación ha fracasado probablemente porque sus autoridades, así lo reconoció nada menos que el gran ideólogo de la autorregulación, Allan Greenspan, pensaron que los ajustes se realizarían espontáneamente por sí mismos. La realidad, sin embargo, ha demostrado que las cosas suceden de otra manera. Hasta tal punto, que la circulación incontrolada por todo el mundo de un sinfín de productos financieros de alto riesgo diseñados para multiplicar la tasa de disponibilidad económica de las personas, terminó por provocar un colapso en el que sus principales beneficiarios, con algunas excepciones, ni siquiera han sido cuestionados ante los tribunales.
 
El Estado debe controlar, supervisar y verificar determinadas actividades como la seguridad, en todas sus facetas, o la economía, que son de auténtico interés general. No se trata  que el Estado dirija o dicte las instrucciones de tales actividades. Simplemente, y no es poco, debe disponer de instituciones adecuadas para garantizar que los mercados de valores, por ejemplo, se realicen en un contexto de libertad, competencia y racionalidad. Y para ello, tales autoridades, lejos de mantener como el señor Greenspan, posiciones ideológicas en relación con el crecimiento económico, o la autorregulación de la banca de inversión, deben dedicarse a controlar y supervisar ciertas operaciones y actividades con el fin, insisto, de preservar un funcionamiento razonable, equilibrado y justo del mercado.
 
Hoy el derecho administrativo está más vivo que nunca. El poder político ha intentado doblegarlo para convertirlo en un simple apéndice, en algunos países con cierto éxito. El poder financiero comprobamos como ha conseguido que las autoridades reguladoras miren para otra parte o se conviertan en piezas de caza de determinados intereses financieros. Claro que es menester controlar, pero controlar con sentido de la racionalidad, no para apoderarse de la actividad económica y dirigirla desde esquemas de la planificación centralizada. El control, pues, está de moda. Eso así, bajo nuevos parámetros que hagan posible esa libertad solidaria que ha sido arrasada en este tiempo por los fundamentalistas.
 
El gran problema es que el control, si no es independiente, es un gran enemigo de la libertad. Si está en manos de dependientes no sirve para nada. Hoy, tenemos muchos controles, en manos de domésticos. Por eso,¿ para qué queremos tantos controles si no hay control?.
 
Jaime Rodríguez-Arana.  jra@udc.es