Estos días algunos medios de comunicación se han hecho eco de una polémica bien relevante acontecida allén de los mares. En Chile, para más señas. Se trata de una polémica relativa a un aumento económico de la asignación que reciben los 38 senadores del país hermano. No contentos con un sueldo de 12.000 euros mensuales, y fondos para pasajes aéreos, asesorías legislativas y contratación de personal, tras un acuerdo de todos los grupos, consiguieron un incremento de 3.150 euros mensuales para gastos operacionales. Con tal motivo, se ha conocido también que la Cámara de diputados aprobó un incremento, también de 3.150 euros mensuales, para asesorías legislativas de sus señorías.
 

 
Tales decisiones han provocado, como es lógico, un descenso en el prestigio del poder legislativo chileno. Efectivamente, la última encuesta del Centro de Estudios Políticos del país andino refleja que la confianza de la población en los legisladores apenas llega al 13%, sólo superada por los partidos políticos, que está en el 7%. Estos datos reflejan el creciente descontento del pueblo con sus representantes en el poder legislativos y con las principales instituciones encargadas de la representación política. La pregunta, muy bien formulada, preguntaba por el grado concreto de confianza que le merecen los legisladores, los partidos, o, por ejemplo, los tribunales de justicia.
No es una casualidad que el pueblo chileno se pronuncie en estos términos en la encuesta que comentamos. Junto a Uruguay, Chile es el país con menos corrupción en Iberoamérica, superando en esta materia incluso a algunos países europeos que conocemos muy bien. Que la ciudadanía censure de una manera tan intensa la actuación de los legisladores debería mover a la reflexión en ese país y, en general, en otras latitudes.
 
En España, por ejemplo, bien sabemos lo que mes a mes reflejan las encuestas del CIS sobre los partidos políticos y sobre la llamada clase política, por ejemplo. Aquí, a pesar de la crisis en la que estamos sumidos, no es el caso de Chile, la ciudadanía cada vez se distancia más de los políticos y piensa que, en términos generales, aunque hay honrosas excepciones, los políticos, además de invadirlo todo, disponen de privilegios y prerrogativas sin cuento. Durante muchos meses los partidos han sido, y siguen siendo, las instituciones más desprestigiadas y, sin embargo, la tan cacareada como inédita reforma política no llega.
 
Si por estos lares se formulara la misma pregunta que el Centro de Estudios Políticos de Chile hizo a los chilenos, mucho me temo que las respuestas no serían muy dispares. Por eso, cuándo tanta gente tiene la opinión que tiene en esta materia, se deberían emprender reformas tendentes a regenerar de verdad la vida política y, sobre todo, a dar mayor participación al pueblo.
 
Leyendo estos días sobre las reformas políticas y administrativas en el siglo XIX para una conferencia sobre la constitución de 1812, me dejó muy pensativo una sentencia de un famoso historiador que decía que esas reformas ni contaron con el apoyo del pueblo ni con su censura, simplemente se hicieron por una minoría, para una minoría. Hoy, en plena crisis económica y financiera, tenemos la oportunidad, por fin, de que las reformas políticas, sociales, económicas o educativas se hagan para todos, no para la minoría de siempre. Gran tarea y gran responsabilidad.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es