La crisis económica y financiera que nos ha tocado vivir en este tiempo tiene una etiología cada vez más clara. Todos, de una u otra forma,  unos más que otros,   han contribuido a la situación en que nos encontramos. La negligencia de unos entes reguladores que tantas veces miraron para otro lado abdicando de la objetividad e independencia que se presume de sus actuaciones tiene su parte de culpa.  La desacertada actuación de muchos  entes públicos encargados de la  supervisión, vigilancia y control del funcionamiento del mercado ha permitido situaciones desproporcionadas, fraudes, estafas y demás desaguisados que están en la mente de todos, también ha colaborado, y de qué manera, a la situación actual. Desde luego, la irresponsabilidad de las instituciones financieras que se lanzaron a ofrecer financiación para toda clase de actividades públicas y negocios privados sin reparar en las posibilidades reales de afrontarlos, ha tenido una relevancia decisiva. Y, finalmente, pero no por ello la razón menos importante, la lamentable actitud de tantos políticos que se olvidaron de que le dinero público es de todos los ciudadano entregándose al endeudamiento como forma habitual para prestar determinados servicios de responsabilidad, nos condujo igualmente a un déficit de incalculables proporciones.

Una vez determinado el alcance de las deudas en que se han incurrido, observamos que su distribución entre las partes responsables es notoriamente injusta puesto que se está castigando a los que menos culpa tienen, que son los que tienen menos medios, los desfavorecidos, los excluidos, los que se han quedado con una mano delante y otra detrás. La clase media, garante de la estabilidad del sistema político, económico y social, por ser la más numerosa, está teniendo que afrontar subidas de impuestos, gravámenes y pesadas cargas mientras las retribuciones bajan sustancialmente. Sin embargo, políticos y banqueros, así como los más ricos, no parece que estén sufriendo las crisis proporcionalmente.
En efecto, los bancos, a pesar de haber incurrido en flagrantes irresponsabilidades y negligencias, fueron rescatados con los fondos de la comunidad. Pero la comunidad, el pueblo, no se ha beneficiado en forma alguna de tal sacrificio puesto que el crédito a familias y pequeñas empresas está cerrado mientras se financia sin problema alguna a los partidos políticos,  a gobiernos y administraciones públicas.
La clase política, demasiado numerosa para lo que es la realidad española, sigue cosechando, no por casualidad, altísimas cotas de desprestigio social puesto que la gente sabe que mientras los sacrificios están siendo asumidos por el pueblo llano, los políticos se aferran a su situación y no quieren ori ni hablar de recortes más allá de ciertos gestos simbólicos.
En mi opinión, en una situación tan especial como la que vivimos, primero hay que eliminar estructuras, así como subvenciones, y después, si no queda más remedio, pedir sacrificios a las personas. Disponemos, como cada vez va quedando más claro, de un irracional y cuantiosísimo aparato público que no ha hecho más que crecer  en los últimos años y  que precisa ser ajustado a la realidad. Y todavía a día de hoy existe  una política subvencional propia de esquemas clientelares que debe ser desmantelada.
 
Es decir, la estructura pública y las subvenciones deben ser replanteadas de nuevo. Lo que se precisa  es una nueva planta administrativa y una política de estímulo de otra naturaleza. El fiasco del Estado estático de bienestar es de tal calibre que tenemos que trabajar desde una dimensión dinámica en la que la persona, el ser humano, con sus derechos inherentes, ocupe el lugar que hasta ahora ha estado reservado, por inconfesables intereses, a los juegos y divertimentos de poder y de mando. Estamos en una crisis del sistema y, sin embargo, actuamos como si lo que hubiera acontecido hubiera sido sólo un problema fiscal o financiero. No es cuestión de simples ajustes sino de reformas profundas.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es