Nadie en su sano juicio podrá dudar de las bondades del equilibrio financiero y de la estabilidad financiera de cualquier organización. Sobre todo cuándo ha sido manejada de forma irresponsable. Por eso, los argumentarios y explicaciones que a diario nos sirve la prensa mundial acerca de tal compromiso suelen ser razonablemente asumidas. El problema, el no pequeño problema, reside en que tal criterio de buena administración, se ha convertido en el principal dogma, en la máxima más importante de este tiempo.
La Administración pública no es una empresa. Es una organización que sirve con objetividad el interés general. Sí, el interés general, no es el interés de quienes se benefician, y de qué manera, de la actual situación de crisis que vivimos en el viejo continente. Por eso, ¿qué culpa tienen los ciudadanos de que los gobiernos y administraciones hayan sido mal gestionados, mal conducidos al servicio de objetivos inconfesables?. Resulta que ahora como hay que cuadrar las cuentas públicas, utilizadas por largo tiempo para que algunos sigan en la cúpula y otros obtuviesen pingues beneficios, somos los ciudadanos los que tenemos que pagar la factura.
Quienes han administrado lo público, lo de todos, incurriendo en elefantiásicos déficits están, como mucho, en su casa tras haber perdido las elecciones. La responsabilidad política ha sido el único castigo que tales políticos han recibido. Los desastres de estas políticas las tenemos que pagar los ciudadanos a base de incrementos fiscales, bajadas de salario, y pérdida del valor de las pensiones.
Esta es la realidad. Una realidad que choca con la misión de una Administración pública de un Estado que se define como social y democrático de Derecho. Precisamente en estos momentos debiera ser el Estado la principal garantía de la dignidad de las condiciones de vida de los ciudadanos, sobre todo de los que son más golpeados por la crisis. Y, sin embargo, por paradójico que parezca, son las políticas sociales las políticas públicas más sacrificadas, sea por gobiernos de izquierdas o de derechas. Todo por el equilibrio financiero, por la estabilidad, como si el Estado o la Administración no fueran más que empresas privadas dominadas por la rentabilidad económica. Por supuesto, ante la opción del rescate, genuflexión inmediata. Que se lo pregunten a un dirigente reciente,
Es verdad que las cuentas públicas están como están y que hay que sanearlas. Pero también es verdad que las condiciones de vida de muchas personas son inaceptables y que las personas son más importantes que las estructuras. Es más, el Estado nació para la preservación de la dignidad del ser humano y hoy es quien más lo aflige. Por eso, debemos pensar en serio en una reforma de calado, profunda, del orden político, económico y social. Este modelo de capitalismo no sirve, esta concepción estática del Estado de bienestar ha fracasado. No puede ser de ninguna manera, que la razón de ser del Estado, la dignidad humana, esté siendo violada precisamente en nombre parámetros macroeconómicos que proceden de la tecnoestructura dominante.
Qué reformas y en qué sentido hay que emprender es una responsabilidad de las personas constituidas en autoridad en la vida pública, económica y social. Desde la reflexión y la crítica intelectual debemos incidir en estas graves contradicciones y esperar a que quienes tienen los medios y las facultades para ello hagan algo. Es urgente, muy urgente.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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