La grave situación que atraviesa nuestro país reclama, quien lo puede dudar, el esfuerzo de todos para enderezar el rumbo y volver a ser lo que nos merecemos. El esfuerzo, es evidente, será mayor para quienes más han contribuido a la situación tan onerosa por la que estamos atravesando. Partidos políticos, sindicatos y banca son, como todos sabemos,  las instituciones  más responsables del actual desaguisado y, por ello, quienes más han de aportar para salir del agujero. En otras palabras, la factura de la crisis debe cargarse, mayoritariamente, como es lógico, sobre los que más han colaborado a alcanzar los datos que todos conocemos. El hecho de que, sin embargo, sea la ciudadanía quien más esté soportando la crisis reclama alguna reflexión acerca de la ausencia de equidad y de justicia en algunas de  las decisiones que hasta el momento se están tomando.
 
Si admitimos que la causa del descalabro financiero en el ámbito público viene de las Comunidades Autónomas, habrá que reconocer, porque es obvio, que quienes las han dirigido en estos años han sido representantes de partidos políticos. Representantes que han incrementado exponencialmente la deuda pública intentando, es verdad,  la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos y, también buscando la “calidad” de vida de los propios adeptos y afines. Las estructuras públicas de las Autonomías han crecido hasta límites insospechados y, sin embargo, a pesar de la que está cayendo, apenas hemos conocido algunos retoques y ajustes simbólicos cuándo lo que se precisa es un cambio cualitativo, no cuantitativo. Se trata, en mi opinión, de que la planta y el esqueleto de las Autonomías sea el que necesita la gestión y la administración de intereses generales, no los intereses particulares de los partidos. Unos partidos, por cierto, que deben empezar a financiarse exclusivamente con las cuotas de sus militantes y simpatizantes en lugar de vivir, como hasta ahora, del presupuesto público a base de pingües subvenciones.
 
En el caso de los sindicatos, la reflexión es similar. Son instituciones relevantes en la vida social y su presencia es básica para humanizar las relaciones laborales. El problema es que también se han acostumbrado a vivir del presupuesto público alcanzando, como los partidos, un grado tal de burocratización que les ha impedido pensar y dedicarse a su fin principal, cayendo en las trampas de los juegos y estrategias de poder sin más. Por eso, buena cosa sería que recuperen su finalidad propia y miren más a los problemas reales de los trabajadores y menos a las cuestiones tecnoestructurales.
 
La banca, por supuesto, es una de las instituciones principales responsables de la grave crisis financiera que sufrimos en este tiempo. No sólo por de financiar actividades públicas de dudosa rentabilidad social sino a causa de embaucar a no pocos incautos que se dejaron deslumbrar por la virtualidad de unos productos financieros de vanguardia que jamás podrían asumir. Como lo importante era maximizar el beneficio y obtener jugosas comisiones, miles y miles de personas físicas acabaron atrapadas en esta letal tela de araña.
 
En fin, el voto se convirtió en un fin en sí mismo y, sobre todo, en una excusa para que no pocos desaprensivos pudieran vivir opíparamente a cuenta del presupuesto. Y, por otra parte, el lucro por el lucro sin más dominó la vida de las más importantes compañías. Si a eso se añade que el control, la supervisión y la vigilancia no funcionaron  por estar en las mismas manos que los sujetos pasivos de tales actividades, tenemos un cuadro más o menos completo de la situación y la etiología.
 
Así las cosas, observamos con asombro como la cuenta de la crisis está siendo abonada por quien menos culpa tiene. Y, mientras, ni se entra a fondo en la estructuración pública de los gobiernos y parlamentos autonómicos ni se plantea un nuevo modelo de subvenciones públicas. En lugar de trabajar primero sobre las estructuras y, luego, si es menester, sobre las personas, que es el planteamiento liberal para salir de una crisis de deuda pública, se castiga primero a los habitantes y luego, veremos con qué intensidad, se entra a las estructuras.
 
El siglo XIX español, otra época y otro momento, también fue objeto de numerosísimas reformas. Unas reformas, sin embargo, que no contaron ni con el apoyo, ni con el fervor del pueblo, pues se realizaron por una minoría y para una minoría. Ahora tenemos la oportunidad de sentar las bases de un nuevo tiempo empezando por adecuar las estructuras a la realidad. Los derroteros por los que transitamos, sin embargo, nos abocan a otro camino y a otro escenario. Qué le vamos a hacer.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es