El sociólogo alemán Ulrich Beck acaba de señalar en un artículo de opinión que en un mundo en el que el Estado global espía indiscriminadamente a sus ciudadanos, la defensa de los derechos fundamentales de la persona empieza a ser una ilusión.
No hace mucho un ministro de seguridad de un país europeo decía que lo sabía todo de todos. Tales comentarios, graves en sí mismos, pasan sin pena ni gloria a lo largo y ancho de sociedades en las que los habitantes caminan con una fuerte dosis de control y manipulación a sus espaldas. No de otra manera puede entenderse la inaceptable insensibilidad con la que se conduce, gracias a los oficios de las tecnoestructuras dominantes, la ciudadanía en general.
La tensión entre libertad y seguridad, motivada por la emergencia de grupos terroristas y la creciente presencia de la industria armamentista, es una realidad. Una realidad que está siendo dominada, y de qué manera, por la seguridad en detrimento, en términos generales, de las libertades ciudadanas. Probablemente porque existen intereses superiores que reclaman de los gobiernos ciertas actuaciones unilaterales fundadas las más de las veces en razonadas sinrazones. Ahora, por ejemplo, la argumentación sobre la intervención militar en Siria, que en otro tiempo se despacharía sin más aludiendo a la arbitrariedad, ahora, por la presión de determinados lobbies, se maneja desde la lógica del dominio de los fuertes.
El tema del espionaje de los servicios de inteligencia y seguridad, incluso a ciudadanos de otros países, sin las más mínimas garantías de la intervención judicial, es una cuestión que, insisto, todo lo más es objeto de comentario por algunos analistas y nada más. Y, sin embargo, se trata de un atentado sin precedentes a las libertades de muchas personas, millones según parece, que ven violada su intimidad cotidianamente. Es decir, le lesionan derechos fundamentales de forma masiva y no pasa nada. Ni siquiera, salvo casos puntuales, existen intentos de demandas colectivas para detener esta orquestada operación de laminación democrática.
El imperio de la forma sobre el fondo parece no tener límites. En este tiempo hemos conocido declaraciones de determinados profesionales rompiendo reglas de confidencialidad al revelar delitos y graves infracciones, y la única reacción jurídica que se produce es denunciar tal lesión de los compromisos de confidencialidad, sin entrar en la sustancia de la cuestión. Inaceptable, sencillamente inaceptable.
Así las cosas, constatamos que la proliferación de normas y procedimientos en modo alguno han alterado el panorama general. La crisis no es de normas, organismos y procedimientos, sino de convicciones democráticas profundas y coherentes. Los cambios que precisamos, insisto, no son técnicos o formales. Necesitamos que los valores y cualidades democráticas se asuman con todas sus consecuencias volviendo de nuevo al primado del Estado de Derecho.
En efecto, con jueces independientes, estas conductas y determinaciones normativas no serían posibles o, al menos, serían más difíciles. Sin interferencias del poder ejecutivo y de las terminales partidarias es verdad que tales actuaciones serían más complejas. Y, sobre todo, si los derechos fundamentales de la persona tuvieran la centralidad que les corresponde por derecho propio , en modo alguno podrían perpetrarse tales atentados y violaciones sin cuento.
El problema es de orden moral. Las convicciones democráticas de las que hace gala la población tienen la calidad y categoría que tienen. La que permite que se contravengan los derechos de las personas de manera masiva y continua. Por eso, debemos renovar el compromiso con el Estado de Derecho y en lugar de hablar todos los días, con ocasión y sin ella, de sus bondades, aplicarlo de verdad, sin miedo. Si seguimos tolerando que los intereses técnicos y financieros prevalezcan sobre las libertades, estaremos abriendo la puerta a una grave recesión de gravísimas consecuencias.
Por eso, es menester apelar a la sensibilidad ciudadana, a la capacidad de reacción de la gente normal y corriente para detener esta escalada de dominación, a veces imperceptible pero contundente, que está erosionando el Estado de Derecho al dejar instituciones de toda naturaleza en manos de las minorías dirigentes. El temple cívico y el coraje moral de la ciudadanía podrán poner las cosas en su lugar. La historia nos demuestra que así acontece. El problema es el tiempo que tendrá que pasar para que se inicie ese camino.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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