En 2008, entre PP y PSOE concentraban el 84% de los votos emitidos en las elecciones de ese año. Con ese porcentaje de preferencias electorales, ocupaban el 92% de los escaños del parlamento español. En las últimas elecciones generales se aprecia por vez primera una bajada en el dominio electoral de los dos grandes partidos: ahora disponen del 73% del voto y del 85 % de asientos en el parlamento. Es decir, nos encontramos ante una tendencia a la baja del sistema bipartidista que ha caracterizado el panorama político español de las últimas décadas.
Tal realidad se acrecienta si nos acercamos a algunos datos que registran algunos recientes sondeos acerca de la percepción ciudadana en relación con el bipartidismo imperante. En el 2007 el CIS ponía de manifiesto que el 78% de los españoles era de la opinión de que en España existían partidos suficientes a los que poder votar. Sin embargo, el último observatorio del instituto oficial de sondeos políticos constata en su que nada menos que el 87% de los consultados piensa que ya que es preferible un sistema político en el que existan más partidos más pequeños que sólo dos partidos hegemónicos. En el barómetro de enero de este año se ponía de relieve un dato también bien revelador de esta tendencia: ahora la intención de voto a los dos grandes partidos llega al 33%. En sólo dos años hemos pasado del 52% de voto sobre censo al 33%. El sondeo de demoscopia es todavía más rotundo pues refleja un 22 % de voto sobre censo.
Esta percepción del comportamiento electoral no debe sorprender. Igualmente, que el partido de oposición no capitalice el desgaste del gobierno, refleja la opinión general que en este momento reina en el ambiente ciudadano. Por un lado, porque a unos se les achaca la irresponsabilidad de no haber sido capaces de detectar la crisis y tomar decisiones para evitar su extensión. Y, por otro, porque a los que ahora gobiernan se les echa en cara que a pesar de los sacrificios y penalidades que se exige al pueblo, el fruto de tales restrictivas políticas no mejora el empleo ni las condiciones de vida de los ciudadanos.
En este contexto es lógico que el bipartidismo se resquebraje. Más lo hará cuánto más tarde se hagan las reformas que precisa un sistema político, que para preservar los valores genuinamente democráticos, debe ser objeto de cambios profundos. Efectivamente, la demora en las transformaciones minará la confianza en los partidos tradicionales y abrirá un espacio en el que empezarán a surgir pequeñas formaciones que representan determinadas opciones que estas formaciones han traicionado.
Mientras las tecnoestructuras que gobiernan con mano de hierro estos partidos, ajenas a la realidad social, sigan obsesionadas por mantener y conservar el status quo, el ambiente de pérdida de confianza y desafección ciudadana seguirá creciendo. Y lo que es más grave, aquellos que alertan de los peligros que se ciernen sobre la democracia sin hacer cambio alguno, serán los principales responsables de lo que pueda acontecer en el futuro. Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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