El silencio administrativo, decía en sus clases el profesor Garrido Falla, es una patología administrativa. Con toda razón porque lo normal en un régimen democrático es que las autoridades y funcionarios, que están, deben estar, a disposición de la ciudadanía, contesten, salvo casos extraordinarios debidamente justificados, a las peticiones y solicitudes de los ciudadanos. Es decir, la regla debe ser que se contesten las peticiones.
Si es verdad que existe un derecho fundamental a una buena administración pública parece que una de sus consecuencias debiera ser, salvo excepciones justificadas, que la Administración pública responda a las peticiones de información y de datos que demandamos los ciudadanos. Claro está, ante peticiones abusivas o desproporcionadas, la Administración lo que debe hacer, en lugar de dar la callada por respuesta, es explicar porque tal solicitud o petición es irracional o pone en peligro el servicio público, si fuera el caso.
La realidad, sin embargo, es otra muy distinta. Probablemente porque la convicción, profundamente democrática, de que las instituciones, los procedimientos y los fondos públicos son de los ciudadanos, aunque bien sabida, no se practica demasiado. Si así fuera, lo habitual ante solicitudes razonables es que se tramiten y se contesten en plazo.
El derecho fundamental a la buena administración pública, recogido en la Carta Europea de los Derechos Fundamentales en 2000 y en 2013 en la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes de los Ciudadanos ante la Administración Pública, se concreta en que la Administración responda a los ciudadanos en plazo razonable. Y el plazo razonable es eso, plazo razonable, no la callada por respuesta.
Pues bien, en la ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno de diciembre de 2013 el silencio administrativo negativo sigue siendo la consecuencia jurídica ante la falta de respuesta de la Administración ante las solicitudes presentadas. Es verdad que el silencio administrativo abre la puerta a los recursos pero en los tiempos que corren el silencio debe ser considerado una práctica censurable que debe ser sancionada salvo que, insisto, exista justificación razonable para no contestar en plazo. Y la justificación debe estar conveniente y concretamente argumentada en razones de interés general.
El derecho fundamental de la persona a una buena administración pública reconocido en la Carta Europea de los Derechos Fundamentales de 2000 se concreta en que las resoluciones administrativas europeas deben dictarse en un plazo razonable. Por tanto, si tal principio se ha incorporado al Derecho español , la consecuencia del silencio no sería su consideración negativa y correspondiente acceso a los recursos, sino, simple y llanamente, la demanda ante el juez contencioso administrativo de la inactividad administrativa. Si además, pensáramos en un régimen de responsabilidad personal del funcionario que no contesta en los supuestos de dilaciones indebidas, como acontece por ejemplo en el reciente Derecho italiano, entonces probablemente el silencio administrativo dejaría de tener la frecuencia que tiene en nuestro tiempo.
El silencio administrativo, como es una patología, hay que curarla. Y para ello nada mejor que permitir al ciudadano que ejerza con todas las garantías su derecho a la buena administración y que el funcionario o autoridad silente, responda de su actuación. Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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