Las relaciones entre Estado y Sociedad son tan antiguas como lo es la misma discusión sobre la intervención pública y la libertad. Hoy, por ejemplo, en el ámbito del llamado Estado social y democrático de Derecho, esta cuestión tan relevante se nos presenta en unos términos sorprendentes. Sorprendentes porque la misma esencia de este modelo de Estado se encuentra en la garantía, por parte de los poderes públicos, de las libertades y de la igualdad de los ciudadanos. En efecto, para alcanzar tal finalidad, el Estado, los diferentes poderes públicos, despliegan relevantes actividades que se orientan a garantizar un mínimo vital que permita a cada ciudadano, por excluido o marginado que se encuentre,  desarrollarse en libertad solidaria.
El Estado social y democrático de Derecho expresa una profunda sensibilidad pública hacia las personas que están en peores condiciones vitales, hacia quienes no tienen medios materiales para vivir con dignidad. Ha sido una gran conquista social que mucho tiene que ver con la conciencia europea de la solidaridad, instalada, junto a la libertad, en el centro de su propio corazón. En los años del nacimiento de la forma sociológica en que se proyecta esta forma de entender la acción pública llamada Estado del bienestar, las estructuras y organizaciones de servicios sociales tuvieron un gran crecimiento cuya justificación, no se puede olvidar, se encontraba en la ayuda a los excluidos y desfavorecidos, con el fin de facilitarles un libre y solidario desarrollo social. No eran ayudas sin más, eran ayudas o subvenciones para hacer posible su integración en el sistema.
Pues bien, este modelo de intervención fracasó estrepitosamente precisamente por el medio se convirtió en fin. Las ayudas, subsidios y auxilios se convirtieron en fines a través de los cuales se fue conformando una manera clientelar de entender la acción pública. Empezaron los fraudes en las ayudas y subvenciones en naciones en las que el modelo obtuvo mejores resultados como son los países Nórdicos y, con el paso del tiempo, el esfuerzo de los ciudadanos canalizado a través de los impuestos se dedicó a mantener, hoy es una gran contradicción, una colosal estrategia de intervención diseñada para el acomodo y ubicación de agentes políticos que no tenían más función que ayudar a los dirigentes de los partidos gobernantes a mantener y conservar el poder en las instituciones.
En este sentido, el modelo autonómico español, pensado para la mejor administración y gestión de las políticas públicas propias, se transformó en una tupida selva de estructuras y organismos que imposibilitan ver los problemas reales de los ciudadanos. Tres mil empresas públicas, compañías, fundaciones o agencias pueblan esta elefantiásica maraña administrativa que escandaliza, es lógico, a las autoridades de la Unión Europea. Se calcula que sólo en España hay tres mil estructuras de esta naturaleza en las tres Administraciones: a nivel nacional, a nivel autonómico y a nivel local. Pues bien, tal mastodóntica estructuración pública supone una deuda de cincuenta y cinco mil millones de euros. Una cantidad de dinero con la que se podrían atender políticas sociales y educativas de vanguardia por ejemplo.
Este es el problema, que se carga la factura de la crisis sobre la espalda de las clases medias y bajas mientras se mantiene, o se reduce simbólicamente, un colosal aparato público del que ninguno de los partidos dominantes quiere prescindir por obvias razones. Según los datos que se pueden consultar, que son variados según la fuente analizada, la práctica totalidad de estos organismos está en una situación de suspensión de pagos siendo la deuda global para cada español de mil doscientos euros anuales.
Es verdad que el gobierno actual intenta a toda costa suprimir muchos de estos organismos, pero los resultados de tal operación son magros, muy magros. Según parece, de las 600 empresas públicas que hay que suprimir a 31 de diciembre de este año,  a mediados de julio solo se habían eliminado dos. Sin embargo, el grado en el que suben los impuestos y, por ejemplo, se reduce el salario a los funcionarios contrasta con el escandaloso mantenimiento de la actual estructura de nuestro sector público.
Para terminar, varias pregunta que la gente de la calle se hace con cierta frecuencia al comprobar el reparto del coste de la crisis entre unos y otros. ¿Por qué los políticos tardan tanto en desmontar este asombroso, por creciente e ineficaz, aparato público?. ¿Por qué se ceban en los ciudadanos y no suprimen estas estructuras?. ¿No sería más rentable políticamente tal operación?. ¿Por qué tanto miedo, por qué tanto pavor a desmontar este clientelar sistema?
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es