En el espacio de la deliberación pública, en el horizonte de la aplicación y análisis de las políticas públicas,  es lógico y natural que se busque siempre como metodología de la acción política la participación de los sectores implicados y, si es posible, el acuerdo, el entendimiento para solucionar los problemas generales que afectan al pueblo. Es decir, el acuerdo, el pacto o la negociación son mecanismos, instrumentos, que permiten ordinariamente la aportación de la vitalidad y del realismo que late en la cotidianeidad, en la vida de la gente, a las estrategias de solución de los problemas, impidiendo tantas veces la artificialidad o el anquilosamiento tecnocrático del ambiente de unilateralidad presente en las fórmulas autoritarias de entender el poder, por cierto hoy de moda entre nosotros.
 
Que el acuerdo, el pacto o la negociación sean técnicas adecuadas para la resolución de problemas colectivos en las democracias no quiere decir, ni mucho menos,  que, en efecto, se conviertan en fines en si mismos. Es decir, el acuerdo, el pacto o la negociación existen y están para que, a su través, se mejoren constantemente las condiciones de vida de la gente, que es la expresión abierta y plural de lo que cabe entender por interés general en un Estado democrático como el nuestro. Cuándo, sin embargo, se empuña la negociación o el acuerdo, fuera de su naturaleza finalista, para asestar golpes al adversario o para anularlo o enviarlo al mundo de lo simbólico, entonces el acuerdo se desnaturaliza y pierde inmediatamente la fuerza ética de la que está revestido, que reside en colocar  entendimiento al servicio de la mejora de las condiciones de vida del pueblo, al servicio de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.