La Reforma administrativa, una tarea permanentemente inacabada, debe de apoyarse sobre tres pilares básicos: la reordenación de la política de función pública y de la carrera administrativa; la reestructuración organizativa y de los métodos de trabajo y la implantación de nuevas técnicas de relación y colaboración con el público, favoreciendo la participación directa de los ciudadanos y la posibilidad de ofrecerles una información rápida y transparente. Su éxito depende del mayor grado de interactividad y de la potencial incidencia de sus objetivos en el «modus operandi» de las propias organizaciones.
 
La reforma es siempre necesaria. Ahora bien, puede, en su aplicación, como es sabido, originar recelos y exige, además, que sean aceptados los cambios de comportamiento y mentalidad que la misma conlleva. La doctrina ha puesto de relieve los obstáculos que, con carácter general, encuentran las reformas administrativas para llevar a cabo sus objetivos. De entre todos ellos se destaca la resistencia al cambio de los órganos administrativos afectados. Por ello, resulta imprescindible una implicación de la totalidad de los agentes operantes dentro de las organizaciones, para así poder alcanzar la diversidad de objetivos de la reforma, y obtener unos resultados positivos del conjunto de medidas propuestas.
 
No será posible, por tanto, ninguna reforma en la esfera de la Administración Pública sin la intervención, participación e identificación con ella,  del elemento humano, que es, lógicamente, el capital más importante.
 
De ahí la pregunta ¿sería posible una reforma de cualquier Administración Pública, ya sea Central, Autonómica, Local o, incluso, Universitaria, sin la labor de formación continua del personal; sin la posibilidad de que se integren y actualicen en un nuevo marco de relación con la sociedad?
 
La respuesta es evidente. Cualquier reforma que no esté acompañada de una labor de modernización que afecte al campo de la formación continua de las personas que forman parte del aparato administrativo, está irremediablemente condenada al fracaso.
 
Ahora bien, esa labor formativa no puede centrarse exclusivamente en las modificaciones de carácter tecnológico, operativo, estructural, de contratación e, incluso, organizativo que la misma implica.
 
La Administración Pública es, entre otras cosas, una organización compuesta por personas que gestionan los intereses colectivos. Efectivamente, el artículo 103 de la Constitución de 1978 señala que «la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho». Los funcionarios realizan, por tanto, una tarea encaminada a la satisfacción de las necesidades públicas, de ahí que, en la función pública, las consideraciones éticas o deontológicas constituyan algo esencial.
 
La formación continua constituye la clave de bóveda de una Administración eficaz y eficiente. En un mundo tan complejo y tan técnico, es evidente la dificultad de los órganos puramente políticos, no sólo para adoptar decisiones sino también para identificar opciones. Esta función debe ser realizada por los técnicos de la Administración, y la función de los políticos es la de elegir entre las alternativas posibles y, de darse el caso, combinar algunas de ellas.
 
Dentro de esta formación continua de los empleados públicos se debe de distinguir entre una formación genérica y una formación específica. La genérica deberá de incluir las técnicas de base de cualquier organización, los conocimientos generalizados de la informática, las técnicas especiales de la Administración Pública y el porqué de su singularidad, entre otros. Una mención especial exige la formación del personal directivo, que en esta Comunidad Autónoma es necesaria para ocupar puestos de singular responsabilidad, entendido como cualificación genérica para desempeñar puestos de libre designación en la Administración. Esto permite moderar le discrecionalidad en la elección del funcionario para un puesto de esta naturaleza. Pero nos podemos preguntar ¿qué necesita saber un directivo de la Administración Pública?. La respuesta es la misma que la que podemos dar para un directivo de una empresa privada: todos aquellos conocimientos que le permitan contribuir del modo más eficaz a los fines de la organización a la que sirve.
 
La transcendencia de esta educación permanente se acentúa a medida que la Administración se tecnifica y racionaliza la toma de decisiones. Cada vez se hace más imprescindible la competencia profesional, el dominio de las técnicas recientes, la aplicación de nuevos métodos de gestión. La burocracia de las sociedades modernas no se puede contentar con operar a base de rutinas, de precedentes, de tradiciones, y ha de mejorar su formación tanto teórica como práctica a fin de saber estar a la altura de los tiempos. Por eso, la educación permanente que, en el ámbito privado, adquiere carta de naturaleza, ha de extenderse a las esferas públicas donde las reformas de esta índole resultan urgentes e inaplazables para conseguir que la gigantesca máquina administrativa de los Estados esté conducida por un elemento humano debidamente entrenado y adiestrado.
 
El ser humano de otras épocas podía sentirse seguro con el bagaje de valores que adquiría en su juventud. Era para él suficiente, ante los nuevos problemas o situaciones, interpretar los conocimientos que le habían facilitado la familia, la escuela o la universidad y, adaptarlos las circunstancias. Sobre él no gravitaban, pues, la necesidad de perfeccionarse ni, tampoco, de actualizarse.
 
Hoy, el panorama es diametralmente opuesto. Entre las obligaciones de las que no puede substraerse el hombre de principios del siglo XXI, se encuentra la de su perfeccionamiento profesional, la de su educación permanente y la de su formación integral. Ha perdido toda su validez el principio clásico de que la preparación del graduado o la del licenciado tienen carácter perdurable y  no precisa ser aumentada con el paso de los años.
 
El ideal reclamado, y no siempre cumplido, de la eficacia de las organizaciones estatales está condicionado, en gran parte, a que el funcionario, que ha de trasladarlo a la vida de cada día, esté en posesión de una cualificación, de unas aptitudes, de un adiestramiento en armonía con los adelantos tecnológicos y científicos. La mejor seguridad que se pude ofrecer a los cuadros rectores y al personal de las Administraciones Públicas es, pues, asegurarles no una garantía de función incompatible con el progreso, sino una formación permanente que les permita, eventualmente, bien convertirse bien mejorar su renta cambiando de oficio.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana