La crisis económica y financiera en que estamos sumidos ha puesto de manifiesto, entre otras cosas, una nueva forma de entender la Administración pública a partir del reconocimiento del derecho fundamental de los ciudadanos a una buena Administración.
En efecto, ahora el ciudadano tiene derecho a conocer el grado de eficacia y eficiencia del sector público. Es decir, para satisfacer este básico derecho ciudadano, es menester medir, con indicadores apropiados, el cumplimiento de los objetivos establecidos, con el menor coste posible, de las unidades y estructuras que componen la Administración pública. Un tema en el que salvo honrosas excepciones, se pude decir que estamos en mantillas en lo que se refiere al establecimiento de parámetros objetivos desde los que evaluar el funcionamiento de las unidades y servicios administrativos de los Entes públicos.
La evaluación debe hacerse de las estructuras y, cómo es lógico, del desempeño de quienes en ellas laboran: del trabajo que realizan los funcionarios y demás personal al servicio de la Administración pública. Esta tarea, la de evaluación, y posterior difusión a la opinión pública de la eficacia y eficiencia trabajo de los empleados públicos, es fundamental para la propia legitimidad de la Administración pública. No sólo para que se conozca por parte de los responsables la eficacia y eficiencia de las unidades y estructuras públicas, sino para que la ciudadanía conozca con más detalle el grado de cumplimiento de objetivos de todos los componentes del sector público.
En España, en términos generales podemos afirmar que el complemento de productividad es el concepto desde el que se retribuye el grado de cumplimiento de objetivos por parte del personal. Un complemento muchas veces, las más, lineal. Otras veces es coyuntural y se concede ordinariamente por “razones” subjetivas que quienes trabajan en la Administración pública bien conocen.
En la Universidad, por ejemplo, se viene practicando desde hace unos años, con luces y sombras, un sistema de complementos variables en función de la evaluaciones de la investigación –los sexenios- y de la docencia –los quinquenios- que, aunque se pueden mejorar en muchos aspectos, al menos están obligando a que los profesores aumenten su rendimiento docente e investigador si es que pretenden ver mejoradas sus retribuciones.
En este contexto, de un tiempo a esta parte, parece que se está introduciendo en la función pública un sistema para medir la productividad del personal al servicio de las Administraciones públicas denominado workmeter. Se trata de un polémico “software” que mide la productividad del personal al servicio de la Administración pública. El programa se instala en los ordenadores de los funcionarios y analiza, de forma no intrusiva dice la propaganda de la empresa que los produce, la pantalla y las aplicaciones con las que interactúan los empleados públicos. Según la web de la empresa el programa respeta la privacidad del usuario: es capaz de señalar el tiempo que el empleado ha estado conectado a facebook, pero no la actividad concreta llevada a cabo en esta red social. Según se ha publicado en prensa recientemente, el 30% de la facturación de la empresa que produce este programa proviene de la Administración pública. Se trata, en este caso, de medir el aprovechamiento del tiempo del personal de la Administración pública que trabaja con herramientas informáticas. Es, pues, un sistema parcial, limitado y que no entra en el grado de cumplimiento de los objetivos que cada unidad o estructura administrativa tiene asignada.
La evaluación de las diferentes políticas públicas constituye una función básica que permite conocer la eficacia, la eficiencia de la sanidad, de la educación, de las ayudas sociales, por ejemplo. El problema reside en la elección de los parámetros a partir de los cuáles se realizarála evaluación. Noes lo mismo, por ejemplo, en materia de educación superior, evaluar indicadores cómo las publicaciones, la calidad de la docencia, los fondos bibliográficos o el número de tesis doctorales que, por ejemplo, el rendimiento de los alumnos y la calidad de su proceso del aprendizaje.
Hoy, la ciudadanía exige conocer el grado real de eficacia de las estructuras administrativas y de las personas que en ellas laboran. Ya no valen los complementos lineales. Es tiempo de instrumentar sistemas de evaluación que midan realmente la cantidad y el trabajo que se realiza. De lo contrario, la estabilidad de la función pública, es lógico, pasará a mejor vida. Y, con ello, tantos privilegios y prerrogativas que aún caracterizan la actividad de no pocos integrantes de esa tecnoestructura que, afortunadamente, ya tiene fecha de caducidad.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.