Se cumple este año el XXV aniversario del fallecimiento de Friedrich A.Von Hayek,(1899-1992), uno de los pensadores que mejor supo entender el liberalismo y adaptarlo al mundo contemporáneo. Aunque no siempre fue bien entendido, como suele ocurrir con las mentes geniales, siempre trató de afirmar la libertad frente a los totalitarismos censurando la intervención asfixiante del Estado en la vida de los ciudadanos.
Entre otros muchos temas sobre los que reflexionó está el de la función reguladora del Estado. En efecto, desde hace mucho tiempo y en diferentes escenarios se ha discutido, largo y tendido, acerca de la polémica entre los dos modelos de capitalismo reinantes: el renano y el norteamericano. Dos formas de capitalismo que traen consigo dos formas de comprender la regulación.
El capitalismo anglosajón se ha caracterizado, últimamente en grado superlativo, por el corto plazo, el beneficio rápido y una confianza ciega en la capacidad autorreguladora del mercado. Todo ello, además, en un ambiente de una precaria protección social porque se postula en este contexto la teoría del Estado mínimo: cuanto menos Estado y más mercado mejor. La escuela de los “Chicago boys” es, aunque simplificada, buena prueba de ello.
Por el contrario, los fundadores de la escuela de Viena, Hayek de manera especial, postularon la célebre teoría de la economía social de mercado, que fue llevada a la práctica en los años en que Erhard dirigió los destinos de Alemania tras la Segunda Gran Guerra. Como recuerdan los lectores, este modelo de economía de mercado se plantea en un contexto de regulación, con intervención pública y con una fuerte sensibilidad social. El fundamento de la intervención pública en este esquema es bien claro: tanta regulación como sea imprescindible y tanta libertad como sea posible. La regla, el principio, es la libertad económica. Libertad que no se concede desde el poder público porque pertenece a cada ser humano por el solo hecho de serlo. El poder público actúa para fortalecer esa libertad, para garantizar que se ejercita en un contexto de racionalidad y equilibrio. En este contexto, los órganos reguladores son muy importantes, no tanto porque sean los artífices del sistema, que no lo son, sino porque lo aseguran con su actividad de inspección, comprobación, verificación, control y vigilancia. Además, en este modelo, el nervio de la presencia pública se concentra especialmente en la puesta al servicio de la comunidad de una completa red social de ayuda a los más necesitados, a los marginados, a los excluidos por el sistema.
Pues bien, durante los peores momentos de la última crisis económica y financiera se constató que la regulación no funcionó; es más, la desregulación en ciertas actividades financieras fue un hecho. En efecto, asistimos por entonces al desagradable episodio de experimentar, unos más que otros, el lacerante efecto de esos 1,65 billones de euros de activos tóxicos que inundaron el mercado financiero de todo el globo procedentes de un sistema, el yanqui, que en este punto fracasó estrepitosamente por creer a pies juntillas en esa monserga de que la regulación obstaculiza el sistema. Fueron los años de Greenspan al frente de la FED, bajo mandato de Clinton, los años en que el desaguisado comenzó a tomar fuerza hasta llegar en 2008 a tumbar los mercados de todo el mundo.
Así las cosas, hay quienes piensan que el capitalismo ha fracasado y que hay que mirar de nuevo al marxismo como posible solución. En mi opinión, la economía planificada y centralista, el control público de la economía y a la dictadura del proletariado, es, a día de hoy, una experiencia fracasada. Más bien, se trata de buscar, en un marco libertad solidaria, una regulación global confiada a autoridades independientes, que no estén a las órdenes, ni de las burocracias partidistas ni de los consejos de administración de las grandes multinacionales.
Hayek, en contra de lo que algunos piensan, no era partidario de la autorregulación del mercado, sino de que el Estado vigilara para que se cumplan las reglas de juego. Unas reglas que son necesarias para que el mercado cumpla su función.
La regulación es necesaria siempre que se realice en un contexto de autonomía y con garantías de independencia. Junto a ello, mientras no se caiga en la cuenta de que el sistema debe ser protegido de los excesos y de la obsesión por el beneficio inmediato y exponencial, dejaremos abiertas las puertas a otra epidemia de codicia y avaricia como la que ha caracterizado los últimos años. Por eso, ese orden global que hoy es una realidad, debe asentarse sobre la justicia, la racionalidad, el equilibrio y, sobre todo, sobre la dignidad del ser humano y la centralidad de los derechos fundamentales de la persona. Mientras eso no sea un compromiso de todos, seguiremos cosiendo sin hilo, o corriendo fuera de la pista, algo que, por lo que se ve, tiene muchos seguidores.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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