Uno de los asuntos de más relevancia en la carrera administrativa es que el mérito y la capacidad sean, realmente, los criterios fundamentales para el ascenso y la promoción en la Administración pública. La razón es sencilla: el personal al servicio de la Administración lo pagamos todos los ciudadanos con nuestros impuestos y siempre que existen fondos públicos la publicidad y la concurrencia en los contratos, y el mérito y la capacidad en materia de selección y promoción del personal, deben brillar con luz propia.
La realidad, sin embargo, registra prácticas o usos bien distintos en muchas ocasiones. Por ejemplo, el sistema ordinario de provisión de los puestos directivos en la Administración española es el de libre designación. Libre designación que es lo que tales palabras significan. Ni más ni menos. Por eso, mientras prevalezca este sistema en los actuales términos es muy difícil que realmente estén los más preparados en los puestos directivos. Me refiero a los más preparados, no sólo en conocimientos, sino, y esto es bien importante, en habilidades y destrezas directivas.
Es verdad que quien selecciona directivos en la Administración pública debe disponer de discrecionalidad para tal cometido. Efectivamente. Pero discrecionalidad no es arbitrariedad. Es decir, existe un margen de apreciación para quien selecciona o promueve personal, pero en modo alguno, como es bien sabido, la discrecionalidad es libertad absoluta, libre albedrío. Primero, porque la Administración pública no tiene libertad, actúa en función de normas y procedimientos. Las normas pueden atribuir a la Administración un cierto grado de discrecionalidad que siempre debe motivar. Es más, cuánto más amplia es la discrecionalidad, mayor y más intensa es la exigencia de su motivación.
Por tanto, aunque pueda existir un sistema de ascenso y promoción en la carrera administrativa con un elevado grado de discrecionalidad, en modo alguno puede ser un sistema, como hasta ahora, en el que se elige a quien se quiere sin mayores problemas. Es posible, y más de un caso hemos conocido, que se otorgue una plaza de subdirector general a una persona recién ingresada.
La propia denominación “libre designación” debería mudarse por otra más acorde a la naturaleza propia de la Administración. Y, para eso, habría que empezar a exigir, además de un mayor esfuerzo de motivación y argumentación, unos criterios de selección más concretos a los que se asocien ciertas operaciones cuantitativas de manera que la irracionalidad de tantos nombramientos vaya desapareciendo. Irracionalidad y, desde luego, desmotivación del personal, que todavía campan a sus anchas en determinados niveles de la dirección reservados a personal de carrera, pues tantas veces sólo cuentan criterios personales o de adscripción política.
Hace algunos años, en la década de los noventa del siglo pasado, participé en la tarea de exigir a los futuros directivos de la Administración gallega la superación de un diploma de directivos. Al menos, realizar tal acción formativa, permite acercarse a la realidad directiva en sus diferentes dimensiones, obligando a que el escalón político deba seleccionar para los puestos de mayor responsabilidad reservados a personal de carrera a personas de tal condición que hubieran superado tal programa directivo.
En fin, para garantizar una carrera administrativa digna de tal nombre es menester garantizar la seguridad jurídica diseñando sistemas con reglas claras y equitativas que permitan la llegada a la dirección de quienes están preparados y capacitados para ello. Muchos despilfarros y muchas negligencias en la función pública se deben a que dirijan personas sin criterio, sin conocimientos, y sin capacidad. Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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